lunes, 2 de abril de 2012

EL CELULAR DEL CURA

Cuento de
Enrique Arenz

El sacerdote franciscano Marcos Silva, colombiano de treinta y cinco años, recibió la noticia con la imaginable conmoción. Los médicos de la Orden detectaron en su cerebro una rara forma de neoplasia que no era operable ni respondía a tratamiento conocido alguno. A lo sumo le quedaban dos años de vida, y su final no sería ni rápido ni fácil.
Consultó a varios especialistas en Roma y todas las respuestas fueron coincidentes. Pidió a sus superiores que lo trasladaran a Tierra Santa para terminar allí sus días. Le concedieron su deseo.
En Jerusalén llevó una vida calma. No le exigían nada, sólo debía confesar, dar misa y guiar a pequeños grupos de peregrinos, si es que te­nía voluntad de hacerlo.
Trató de no derrumbarse, de aceptar la voluntad de Dios y de cumplir lo mejor posible su misión pastoral.
La vocación religiosa lo llamó desde muy chico. Sus padres lo apoyaron y lo mandaron al seminario. ¡Qué orgullosos estaban cuando se ordenó en la catedral de Bogotá!
Luego vinieron los viajes por el mundo y los estudios avanzados en el Seminario de Roma (eligió el doctorado en derecho canónico) que aún no había terminado, con la mira puesta en una carrera ascendente dentro de la maravillosa estructura de la Iglesia Católica, donde los curas inteligentes y estudiosos como él, subían paso a paso por los peldaños dorados que conducen a reconocimientos, cargos y dignidades.
Ahora todos esos sueños se habían desintegrado. Una inesperada rebeldía interior le gritaba de pronto que era demasiado joven para resignarse a morir. “No me está pasando a mí, no puede estar pasándome esto a mí”, se decía confundido y angustiado.
Su fe comenzó a debilitarse.
En Tierra Santa recibía de la Orden frecuentes llamadas telefónicas en las que le preguntaban si se sentía con ánimo para acompañar a algún contingente de peregrinos, u oficiar misa en determinado templo. Él siempre acce­día porque no quería ser una carga antes de tiempo, y también porque estar activo lo equilibraba emocionalmente.
Pero lo alarmaba el deterioro progresivo de su fe, tan honda e inconmovible siempre. Primero lo atormentó un raro rencor hacia los designios de la Providencia; después fue una inédita sensación de soledad y desamparo.
Finalmente comenzó a dudar de la existencia misma de Dios, al menos de ese Dios personal, cercano a cada uno de nosotros, ese Dios que nos escucha y nos consuela: Jesús, el Dios de los cristianos que él mismo describía fervorosamente en sus homilías.
Hizo todo lo posible para volver a creer. Sabía que sin una fe sólida,  no podría mantenerse en pie ni afrontar sus últimos momentos. Pero fue inútil. Con su declinación física, la fe se le había ido desmoronando a pedazos.
Con el tiempo sus síntomas se agravaron. Las intensas jaquecas y los picos de fiebre lo invalidaban a veces durante semanas. 


Una mañana lleva a unos pocos peregrinos a la basílica de la Anunciación, en Nazaret, donde deberá celebrar una misa. Se reviste en la sacristía y se dirige al Altar. Mientras som­bríos pensamientos le dicen que su vida ha perdido todo su sentido y significación, observa a lo lejos, en los últimos reclinatorios del templo casi vacío, a cinco mujeres musulmanas que unen sus oraciones en veneración de la Virgen María. Su desánimo se profundiza ante aquella demostración de fe.
Da comienzo a la ceremonia. No puede concentrarse. Sus gestos y palabras son automáticos, casi rutinarios, no hay devoción en su expresión ni en sus ademanes. Llega el momento de la Eucaristía. Los fieles se arrodillan e inclinan la cabeza. En medio de la consagración y cuando el sacerdote se dispone a elevar la hostia para la transubstanciación se oye el sonido insistente y penetrante de un teléfono celular. ¡Es su propio celular! En su desasosiego, el padre Marcos ha olvidado el acto reflejo de apagarlo antes de cada misa.
El sacerdote interrumpe el solemne ritual y busca en el bolsillo de su pantalón el diminuto objeto. Los peregrinos que han sido sorprendidos por el hecho, esperan que lo apague de inmediato. Pero para sorpresa de todos no lo hace, al contrario, se queda varios segundos estático, leyendo aparentemente un mensaje de texto.
Por fin lo apaga y lo regresa a su bolsillo.
Él ha quedado tan confundido como los fieles que aún permanecen de rodillas y hacen movimientos de incomodidad. Vuelve a la ceremonia interrumpida. Eleva la hostia y pronuncia la fórmula sacramental. Está conturbado, no siente la emoción de antes al producir este acto trascendental del sacerdocio. Piensa en San Francisco de Asís que ardía de amor hacia la Eucaristía, con todas las fibras de su ser y tan lleno de estupor que su actitud mística, llevada más allá de todo límite, con­m­o­vía a los demás participantes. Lo sacude el inevitable contraste: ¡él ni siquiera puede ya sentir la presencia viva de Cristo!
Y fue en ese momento cuando sucedió.
Al partir la Hostia consagrada, una gota roja brotó de la grieta y se deslizó suavemente por sus manos.

(Este cuento pertenece al libro del autor Historias de Tierra Santa
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