viernes, 3 de julio de 2015

Los tres últimos capítulos de mi novela:



17
MEMORIA PROFUNDA

“Un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria”
Juan Marcé

(Premio Cervantes 2008)

Una tarde muy fría de 1949 un chico de siete años llega al colegio Don Bosco de la mano de su abuelo, quien lo deja en la puerta y se va tranquilo. Cuando el abuelo se aleja, el chico sale nuevamente a la calle y corre.
Escaparse de la escuela le produce el vértigo de un salto al vacío, pero siente que ya no podrá soportar los cien kilos que le oprimen el pecho cuando está en el aula.
En el otro extremo del tiempo, en el año 2008, un escritor de sesenta y cinco años, algo deprimido, molesto y sin ganas de trabajar, enciende la computadora para continuar la novela que inició cinco meses atrás. Se había propuesto buscar en su memoria profunda los recuerdos de los hechos que vivió desde muy pequeño, para transformarlos en materia narrativa. 
El chico que se acaba de escapar de la escuela no había podido comenzar el primer grado inferior por culpa de una escarlatina que se complicó. Su madre, preocupada por ese año perdido, decidió enseñarle a leer y escribir. Después de todo, su inteligente hijo estudiaba el piano desde los cuatro años, cuando doña Carmen, la profesora de música que enseñaba en el departamento de abajo, lo escuchó tocar de oído una melodía ejecutada minutos antes por uno de sus alumnos.
El escritor no pudo sacar inicialmente mucho de su memoria profunda. Había comenzado a trabajar con recuerdos ligeros de cuando él tenía nueve años, imágenes claras que no se hacían rogar, que bajaban dóciles al teclado y se acomodaban en la pantalla; y mientras escribía fueron aparecieron personajes, unos reales, otros dudosos y no pocos totalmente imaginarios.
Se sorprendió cuando algunas descripciones sencillas derivaban en insospechadas situaciones. Se dijo, si yo me sorprendo, probablemente también lo hará el lector. Y siguió tejiendo con entusiasmo esas historias que iban emergiendo de sus recuerdos, anécdotas tal vez contaminadas con otros sucesos que permanecían sepultados a mayor profundidad.
El chico empezó a estudiar el piano a los cuatro años, y al poco tiempo ya cono­cía la notación musical en las claves de sol y de fa, y podía leer el pentagrama y tocar piezas sencillas.
La madre había reflexionado con inobjetable lógica: si aprendió teo­ría y solfeo sin saber leer y escribir, ¿por qué no haría lo mismo con el alfabeto que es menos complicado que la música?
Y acertó. El chiquito, no bien se recuperó de su enfermedad, comenzó a aprender el abecedario y los números. No habían pasado ni seis meses que ya leía de corrido, sabía sumar y restar y conocía las primeras tablas de multiplicar.
El escritor fue recorriendo a los saltos distintos capítulos de su vida. Para adelante y para atrás, pasando desordenadamente por todas las etapas de su vida, la niñez, la adolescencia y la adultez. Todos eran recuerdos diáfanos que adoptaban rápidamente la forma literaria. Pero ¿y la memoria profunda que él se proponía explorar a cara de perro?
La madre del chico, cuando al año siguiente llegó el momento de inscribirlo en la escuela, fue con él hasta el Colegio Don Bosco, pidió hablar con el director y le dijo:
―Vea, padre, mi hijo ya cumplió siete años y debería estar en primero superior, pero el año pasado se me enfermó y no pudo iniciar el primero inferior…
―Qué pena ―comentó el director.
―El asunto es que se pierde un año…
―Y bueno, qué le vamos a hacer, no es tan grave...
―Es que así como usted lo ve, padre, sabe leer y escribir.
―¿Ah, sí?, mire qué bien…
―Lo que yo querría pedirle es que me lo anote en primero superior.
―¿Saltear el primero inferior? No…, hija, eso no es posible…, ni aconsejable.
―Por favor, padre, tómele una prueba, lee como una persona grande, va a ver, va a ver.
Como la mamá tenía toda la actitud de estar dispuesta a salirse con la suya, el sacerdote, con cara de pedirle paciencia al Señor, metió su mano en el bolsillo de la sotana y sacó, acaso con pecadora intención, un misal de letra diminuta. Lo abrió por el medio y se lo alcanzó al aspirante.
―A ver, leeme desde acá.
El escritor revisa las historias escritas hasta ese momento. No están mal, pero falta algo. ¿Dónde, cómo y cuándo se acoplan todas esas historias? ¿Cuál es el secreto que las une? No hay respuesta. Tenía temporalmente cerrado el acceso a su memoria profunda, y sin bajar a ese subsuelo no sabría por qué estaba escribiendo lo que estaba escribiendo; o, lo que era todavía más misterioso (si bien literariamente secundario): por qué él era la persona que era.
El chico tomó el misal y comenzó a leer de corrido, sin vacilaciones, con perfecta dicción y hasta con las pausas indicadas por los signos de puntuación. Leyó, leyó y leyó. Casi una página entera de letrita microscópica. Hasta que el sacerdote, abrumado por ese alarde evolutivo, le sacó el libro, sonrió nervioso y le dijo a la ansiosa señora que el chico era evidentemente muy inteligente y que, bueno, que está bien, lo vamos a anotar para que empiece directamente en el primer grado superior.
Los padres del chico estaban comprensiblemente orgullosos de él, no solamente ya tocaba Los cadetes de San Martín en el piano sino que a los siete añitos leía y escribía como un adulto, y recuperaría el año escolar perdido.
En aquellos tiempos los avances psicopedagógicos se reducían a no pegarles más a los chicos con el puntero y a no ponerlos en un rincón del aula con las orejas de burro. Toda una evolución de los nuevos tiempos de posguerra, pero insuficiente. No había jardines de infantes ni salitas preescolares que adaptaran suavemente a los chicos a la vida en un aula conducida por un maestro desconocido y poblada por muchedumbres de chicos de la misma edad. Se empezaba directamente en el primer grado inferior, y eso ya era de por sí difícil y traumático.
El escritor le teme a esos momentos de desaliento. Sabe que si cede puede permanecer meses y hasta años sin escribir una línea. Se pregunta desconcertado: “¿Tengo en mis manos una novela no convencional, como me lo había propuesto, o tan sólo una colección de narraciones independientes?” Suspende la escritura por unos días y se dedica a tocar el piano. Las maravillosas suites inglesas de Bach, sobre todo la 2 y la 3, alguna sonata de Beethoven, y los estudios de Chopin. Pasa horas perfeccionando su técnica. Se considera un buen pianista, pero nada más que eso. Le ha­bría gustado tocar como Marta Argerich, o como Glenn Gould, pero desde muy joven tuvo la lucidez de comprender que por mucho que se esforzara nunca iba a llegar tan lejos. Podía ser bueno pero nunca iba a ser el mejor, y si no podía ser el mejor no le interesaba seguir esforzándose. Pero al pasar los sesenta años ―y luego de haber permanecido sin tocar una tecla durante décadas― había descubierto que podía mejorar su técnica con ejercitaciones metódicas y gran concentración. Había vuelto a estudiar el piano todos los días durante un par de horas. Cuando no escribe, estudia el piano. Ya no lo hace para ser el mejor sino por el placer de superarse a sí mismo. Había descubierto que a cualquier edad puede uno perfeccionar su arte, ser cada día un poco más hábil que el día anterior.
Si resultaba difícil para cualquier chico empezar el primer grado inferior, aún con la presencia de sus padres que los primeros días entraban con él en el aula, y que lloraba a moco suelto y era consolado hasta que se aclimataba, ¡cómo habría de ser saltearse olím­picamente ese primer año, ser brutalmente trasplantado del único mundo que el chico conocía: su casa, sus padres, sus hermanitos y el piano de doña Carmen, a un ámbito desconocido y aterrador, y obligado a convivir con un grupo de nuevos compañeros avispados que ya habían pasado el chubasco de la adaptación. Ese salto gigantesco, sin transición, sin anestesia, que seguramente no habrían recomendado ni Sarmiento ni Pestalozzi, tenía que ser, inevitablemente, una experiencia desgarradora.
El escritor se exaspera ante el silencio de su memoria profunda que no se presta a la confidencia. Piensa en abandonar el texto, comenzar otra cosa, pero intuye que algo le será revelado. Lo siente cerca, sa­be que en algún lugar de ese subsuelo se esconde una verdad difícil, tal vez dura, pero literariamente valiosa.
Piensa frenéticamente en su niñez. Se acuerda clarito de las primeras clases de piano que le da doña Carmen. Tiene cuatro años y no ha olvidado los acontecimientos de esa época. Doña Carmen le señaló un signo escrito con tiza en un pizarrón pautado y le dijo: “Esta nota se llama Do”. ¡Cómo lo recordaba! Después lo sentó ante el teclado, le hizo oprimir una tecla central y cuando el dulce sonido llenó toda la habitación le dijo: “Esta es la tecla Do”. ¡Cómo lo recordaba!
Para el chiquilín, tomar contacto con la escuela y con los otros chicos fue una pesadilla. No conocía a esos compañeritos de su edad que lo miraban como a una rareza y que se reían de su timidez, de su fragilidad física y, particularmente, de su ignorancia acerca de la normativa escolar. Para peor el maestro que le tocó, un joven laico sin experiencia ni personalidad, y probablemente sin vocación docente, un flaco antipático y detestable, cargado de hombros y siempre vestido de gris, nunca le prestó la menor atención. Jamás sospechó que ese alumno retraído estaba en el infierno.
El primer día de clases no sabía que tenía que formar fila cuando sonaba la campana, nadie se lo había explicado. Su madre lo dejó con el celador y se fue, como se hace con un chico de primer grado superior, etapa donde caducan las contemplaciones y comienza la disciplina. Quedó solito en medio de ese bullicio. El celador que lo llama por el apellido con tono severo y le pregunta qué espera para formar con los demás. Si él ni sabía lo que quería decir “formar”. Tuvieron que tomarlo del brazo y ponerlo en la fila. En el aula, los otros chicos, crueles como son los chicos con sus compañeritos diferentes, no perdían ocasión de burlarse de él, de ponerle sobrenombres ridículos y hasta de atemorizarlo con amenazas de violencia física.
El escritor no había olvidado el momento en que su madre lo llevó ante el director del Colegio y este le hizo leer un bodrio de letra chica. También recordaba, aunque borrosamente, las penurias que debió soportar ese primer año escolar. Pero eran recuerdos deleznables, no valía la pena hacer una historia con esos sucesos intrascendentes.
Su madre siempre le dijo que fue ella quien le enseñó a leer y escribir para recuperar el año perdido. Pero, ¿por qué no recordaba ni un fragmento de ese aprendizaje?
El chico vive la escuela como un horror. Como leía y escribía mejor que todos sus compañeros, podía abstraerse en sus pensamientos sin escuchar las clases ni participar en nada de lo que allí sucedía. Cuando el maestro, irritado porque lo veía desatento ―en las rarísimas ocasiones en que se fijaba en él― le exigía sorpresivamente que leyera un párrafo del libro de lectura, el chico lo leía con tanta precisión y soltura que el maestro lo dejaba tranquilo.
Permanecía inmóvil en su pupitre, siempre divagando o haciendo dibujos. En los recreos se apartaba cautelosamente de sus compañeros, observaba a los chiquitos de primer grado inferior cuyo maestro era el queridísimo don Bota, un ex seminarista muy devoto, ya viejo, que vivía en el colegio y desde siempre enseñaba a los más pequeños. Era admirable cómo don Bota se ocupaba de sus alumnos en los recreos, jugaba con ellos a la pelota, los alzaba, los hacía reír. “¡Don Bota, don Bota!” le gritaban todos con respetuosa familiaridad. El chico los mira con envidia. ¡Cómo le habría gustado tener un maestro como don Bota!
Lleva bien el cuaderno, hace en casa los deberes y, sobre todo, dibuja mucho. Al libro de lectura no lo abre jamás, no lo necesita. Por entonces comienza a leer en su casa las novelas de Tar­zán, de Edgard Rice Burrouhg, editadas por TOR, que le compra su padre en el quiosco del barrio.


18
TROPIEZOS Y NAUFRAGIOS

“En el juego de las relaciones humanas, las personas reservadas e impenetrables son los que más pierden”

Daniel Sugarman

Psicólogo y escritor norteamericano
Yo no recordaba nada, absolutamente nada, de las lecciones de lectura, escritura y aritmética que me había impartido en casa mi madre. Lo que se dice, nada. Era muy extraño porque debió de haber sido casi un año de trabajar todos los días, seguramente con continuidad, porque había aprendido mucho. Pero ¿por qué no puedo recordar cómo fueron esas lecciones, cómo fue mi relación con mamá durante esa enseñanza? ¿En qué momento mamá me enseñó, como doña Carmen las notas musicales, “esta es la letra E, de Enrique”?
Esta laguna era tan vasta y tan sostenida en el tiempo, que produjo un chispazo de alarma en alguno de mis neurotransmisores. Nadie borra un año entero de su niñez si no es por algo significativo.
Un día mi abuelo me dejó en la puerta de la escuela y cuando se dio vuelta  me escapé. Fue la primera decisión trascendental de mi vida.
Comencé a caminar para el lado de la avenida Luro. Nunca antes había estado solo en la inmensidad de la calle. Me llamó la atención el ruido de los trenes en la estación. Crucé la avenida imprudentemente, dejé pasar un tranvía, corrí y casi me atropella un auto. Me metí en la estación y comencé a deambular curioso por la playa de maniobras.
Una locomotora detenida junto al andén estaba resoplando humo y vapor. Me quedé contemplándola fascinado. El maquinista me vio y me sonrió. Yo lo saludé con la mano. Me invitó a subir a la máquina. No me hice rogar. Trepé dificultosamente los altos escalones de hierro sin soltar la cartera de cuero de los útiles. De pronto me encontré metido en el rugido del vapor y vibrando con las impresionantes trepidaciones de la cabina llena de remaches y palancas. ¿“Querés acompañarme en una maniobras que tengo que hacer?”, me preguntó amistoso el maquinista. Contesté que sí. “¿No te esperan en tu casa, no?” “No, señor, tengo tiempo”. “Bueno, vamos a llevar estos vagones hasta la otra vía y después volvemos”. El maquinista me hizo tirar de la cadena del silbato que me ensordeció, ¡experiencia apasionante! Luego puso en marcha la locomotora cuyo fuelle comenzó a soplar acompasadamente sobre el fuego de la caldera que ardía atronador ante mis deslumbrados ojos. Hasta me dejó manejar la palanca de marcha en un largo tramo de vía recta. Sentí que estaba en otro mundo.
Cuando se completó el trayecto el maquinista me hizo bajar. Hubiera querido quedarme para siempre en esa locomotora maravillosa. Me despedí del maquinista y seguí caminando por la estación. Ahí cerquita vi una larga formación de vagones de carga preparada para partir. Inspeccionaba curioso esos vagones cuando observé que todos tenían en un costado, muy cerca del piso, una rueda parecida al volante de un auto. Probé haciendo girar una de esas ruedas hacia la derecha y observé que unas varillas se desplazaban y las zapatillas de los frenos del vagón se iban cerniendo sobre las ruedas. ¡Eran los frenos! ¡Qué maravilla! Giré la rueda hasta el tope y comprobé que el vagón quedó con todas sus ruedas frenadas. Entusiasmado por esa travesura fui hasta el vagón de al lado y también lo frené. Recorrí uno a uno todos los vagones de la formación, que serían más de veinte, y los frené a todos, desde el primero hasta el último. En eso vi que la locomotora conducida por mi amigo maquinista venía marcha atrás muy lentamente para enganchar esa formación. ¿Qué pasará?, me pregunté excitado y me quedé en el andén observando las maniobras. Producido el acople, la locomotora hace sonar el silbato y se pone en marcha, ¡pero sus poderosas ruedas resbalan sobre los rieles, giran en falso, con extraordinaria velocidad y metiendo un ruido infernal! El maquinista, desconcertado,  detiene la máquina. Lo intenta de nuevo. Otra vez las ruedas giran locamente y echan chispas con ensordecedor ruido de fierros y fragua, pero la formación no se mueve. ¡Ni un milímetro!
Veo bajar a un guarda preocupado que examina los vagones y le grita al maquinista: “Pero che, estos vagones están todos frenados. ¿Quién fue el chistoso que hizo esto?” Recuerdo que yo estaba mirando embobado mi hazaña: ¡había paralizado un tren! ¿Se dan cuenta? Paralizar un tren a los siete años. No sé si dejé traslucir en mi cara alguna imprudente expresión de picardía, pero vi que mi amigo el maquinista me estaba mirando fijo desde la locomotora con el entrecejo fruncido. Entendí que había llegado la hora de hacerme humo y me escapé corriendo de la estación. Pero estaba feliz. La angustiante fuga del colegio había derivado en una experiencia maravillosa. 
Regresé a la escuela. Esperé escondido hasta que empezó el último recreo. Me mezclé con los chicos y cuando sonó la campana ocupé tranquilamente mi pupitre como si nada. Mis compañeros se dieron cuenta de inmediato que yo recién entraba a clase y me hacían disimulados gestos de interrogación, pero el estúpido de mi maestro ni sospechó que yo había estado ausente todo ese tiempo. No sé qué controles habría en esos tiempos en las escuelas, pero nadie se enteró jamás de mi rabona.
A partir de ese día me sentí un poco más confiado en mí mismo. Me había quitado los cien kilos que me aplastaban el pecho cuando estaba en el aula. Ahora ya no me angustiaba ir a la escuela, sólo me molestaba y me aburría. 
A pesar de todo, pasé de grado.
Cuando se hizo el acto de entrega de los certificados, mamá estaba en el salón junto a otros padres. Empezaron a nombrar a los alumnos que se habían destacado durante el año. Medallas de oro, medallas de plata, diplomas al alumno ejemplar, al mejor compañero, por buena conducta, por aptitud religiosa y un montón más de menciones honoríficas.
Y el peor escenario para mí: quienes recibían esas distinciones eran los orgullosos padres o madres presentes.
Por supuesto, yo no estaba en la lista. Y era consciente de que ha­bía pasado de grado a duras penas, sin ser merecedor de ningún reconocimiento. Sin embargo, como repartían tantos laureles, soplé la llamita de cierta tonta esperanza: de que me dieran algo a mí también, nada más que para que mi mamá se llevara alguna satisfacción. Curioso: sabía que no merecía nada y sin embargo esperé algo. Aunque, pensándolo bien, tal vez merecía un premio, el premio a la mayor travesura imaginable en un chico de siete años. Pero ese mérito era secreto, ¡y lo fue hasta hoy!
Durante el camino de regreso a casa mamá no dijo una palabra. Cuando llegamos vino la tormenta: “¿Cómo es posible que no te hayas ganado ni siquiera un diploma como alumno aplicado?”, me recriminó con la voz quebrada. Me dolió mucho ese reproche, pero comprendí que la había decepcionado. A ella, pobre, que estaba convencida de que su hijo mayor era un superdotado.
Me cambiaron de escuela, pero anduve de mal en peor y finalmente repetí el tercer grado. Aquel año “recuperado” se tomaba su revancha. Hasta el quinto grado debí soportar, sin que nadie se enterara, lo que ahora se llama bulliyng, o sea, acoso escolar, hostigamiento de otros chicos, robos de útiles, burlas, amenazas y hasta agresiones físicas. Me banqué solito esta situación porque me avergonzaba tener miedo y saberme incapaz de defenderme.
Con excepción de mi maestra de sexto grado, la inolvidable y querida Sara Bertrand, que tenía la rara virtud de transformar a todos sus alumnos en ángeles, porque ella misma posiblemente lo era, todas mis otras maestras, sin olvidarme del imbécil de primero superior (y no incluyo aquí a Anita Alcaruela, mi amorosa maestra particular), absolutamente todas, se ganaron mi eterno rencor.
Con ese lastre reprobé el examen de ingreso al Colegio Nacional, hice el primer año en la Escuela Industrial y creo que aprobé dos materias. Recalé en la Escuela de Cerámica y abandoné a los tres meses. Recién a los quince años, cuando me anoté en la Escuela de Periodismo, pudo estudiar durante tres fecundos años con entusiasmo y buenas notas.
Pero fue siendo adulto cuando obtuve mi título secundario en una catego­ría técnica. Esta vez sí: tuve las calificaciones más altas de mi promoción.
Lo paradojal es que mientras se sucedían todos esos naufragios escolares, yo me entregaba a una intensa actividad intelectual y cultural, solitaria y autodidacta. Devoraba libros (a los catorce años ya había leído tratados de astronomía, todas las novelas de Julio Verne, las de Emilio Salgari y muchas de Alejandro Dumas), había fabricado un proyector de imágenes que funcionaba, hacía expe­ri­men­tos de física y de biología, no me perdía un concierto, componía música, escribía novelas de aventuras, dibujaba historietas y pintaba con témpera y óleo.
Si todo en el Universo es consecuencia de algo, si todo deriva de alguna causa anterior que a su vez fue el efecto de otras causas más antiguas en una larguísima cadena cuyo primer eslabón es, para los que creemos, el buen Dios, o bien la mísera casualidad, según los melancólicos ateos, entonces en algún lugar del casco de esta nave escorada que es mi existencia, había un agujero por donde estaba entrando el agua.
19
 APARECE LA ESCALERA

“La neurosis es un mal menor; pero ese mal menor es el único que permite escribir”
Roland Barthes

Se me ocurrió buscar pistas entre las viejas fotografías familiares, ya que no hay mejor forma de agitar la memoria sedimentada que observar esos congelados instantes del pasado. Estuve horas revolviendo a desgano un par de desordenadas cajas. Iba a dejar todo cuando, sorpresivamente, desde el montón de rectangulitos en blanco y negro saltó como una chispa, un guiño casi imperceptible.
Era una fotografía diminuta cuya fecha estaba anotada al dorso: abril de 1948 ¡cuando yo tenía justamente seis años! Posábamos sonrientes mi mamá, una chica muy jovencita que inicialmente no reconocí y yo. Detrás de nosotros se ven, con poca luz, una pared con cuadros, un reloj de péndulo, un armario oscuro y encima del armario un adorno que me trajo cierta inquietante reminiscencia, aunque por lo pequeño y difuso no lo pude identificar.
Digitalicé la fotografía y la amplié en la pantalla de mi computadora todo lo que permitió su pixelado. Con incredulidad al principio, y con una extraña sensación de angustia después, descubro que ese adorno es… ¡el tero embalsamado de Anita
Alcaruela, la que había sido mi maestra particular cuatro años más tarde! Sí, la
misma que unos años después fue condenada por el homicidio de su marido. (ver Capítulo 10 "Homicidios en el barrio"). Ella era la jovencita de la foto. El detalle del tero embalsamado fue decisivo para precipitar mis recuerdos. Imposible no reconocer a esa taxidermia irrepetible, de penacho negro, ojos de vidrio colorados, pecho blanco y amenazantes púas en sus oscuras alas. Esa inesperada imagen parecía decirme desde la pantalla: “Compañero de infortunios, ¿te acordás de lo que pasó?”
Tuve que tomarme un par de whiskys (que ayuda mucho en estos casos) y sentarme en un sillón para soportar lo que se me estaba viniendo encima. Con un escalofrío que me recorrió el espinazo, supe que estaba bajando por unas tenebrosas escaleras para enfrentarme con recuerdos feos que cualquiera, excepto un escritor, preferiría mantener en el piadoso olvido. Me cuesta horrores narrar el episodio que desenterré gracias a aquella fotografía, porque el chico de seis años que lo vivió está todavía lastimado y asustado den­tro de mí.
Cuando mi madre decidió que yo debía aprovechar ese año y a­prender a leer y escribir, la que me enseñó no fue ella, como yo creí siempre, fue Anita Alcaruela, que acababa de recibirse de maestra en la Escuela Normal.
Papá me llevaba todas las tardes a su casa en el caño de la bicicleta y me pasaba a buscar a eso de las siete. Los padres de Anita nunca estaban en la casa porque aten­dían una pequeña mercería.
Un día estaba yo copiando unas palabras de la pizarra cuando suena el timbre. Anita hace entrar a un hombre joven y le dice muy amistosamente: “Esperame que enseguida  voy”, y lo hace pasar a su dormitorio, que quedaba en el extremo de un pasillo.
Me da indicaciones para que practique caligrafía en un cuaderno cuadriculado y se mete ella también en el dormitorio. A los seis años de edad uno no se asombra de un comportamiento como ese. ¿Qué podía tener de extraordinario que mi maestra se encerrara en su habitación para conversar con un amigo, un familiar o lo que fuera?
Esos encuentros se repiten de tarde en tarde, pero con distintos hombres. Entran al dormitorio y salen a los pocos minutos. Yo seguía ha­ciendo mis tareas como si nada.
Ya llevaba varios meses estudiando con Anita cuando oigo que uno de sus visitantes discute con ella en el porche de la casa. Ella le dice que se vaya. El visitante le responde algo que no entiendo porque tiene una voz muy grave. “Estoy dando clases”, insiste ella. Finalmente, luego de un breve intercambio de frases tensas, el hombre entra al comedor, casi con prepotencia, me echa una mirada de pocos amigos y se dirige resueltamente al dormitorio de Anita. Era un  tipo grandote y musculoso a quien no recordaba haber visto antes. Anita me dice que siga con lo mío y se va tras el hombre hacia el dormitorio. 
Los oigo hablar, me parece que discuten. “Está bien, pero después te vas”, dice ella. El hecho en sí era para mí tan rutinario que casi ni les miraba la cara a esas personas, así que continué con mis ejercicios. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado antes de escuchar el primer grito.  Anita había lanzado un agudo y potente lamento, como de dolor. Unos segundos de silencio y en seguida los gritos se hacen continuados y desgarradores. Asustado, no sé qué hacer. Ella sigue gritando. Temblando, me acerco al dormitorio y entreabro silenciosamente la puerta. Lo que vi fue aterrador: Los dos estaban desnudos; Anita arrodillada sobre el borde de la cama y el gorila parado detrás de ella, levemente agachado dándole empujones violentos con su corpachón peludo. Ella le grita que la deje, que le está haciendo daño: “¡Me vas a matar, desgraciado, me estás destrozando, pará, pará, no sigas! Ella hace esfuerzos para zafarse pero el hombre la tiene fuertemente agarrada por debajo del vientre con un brazo musculoso y tenso mientras con la mano abierta del otro brazo la golpea brutalmente. La mano se levanta y cae sobre el glúteo con un sonoro chasquido. Se levanta y cae, una y otra vez. En mi confundida imaginación creo ver una palma abierta que me saluda cada vez que se alza. Ella grita, él la sigue embistiendo, con fiereza creciente, gruñendo como una bestia, hasta que repentinamente se calma y la suelta. Al separarse de ella veo la desnudez frontal y desmesurada del sujeto, visión que me espanta casi más que la escena de violencia anterior. Ella queda acurrucada sobre la cama con la cara hundida en la almohada. El sujeto, sin apuro, comienza a vestirse. Luego toma la cartera de Anita, le saca dinero y lo mete en su bolsillo. Yo había quedado paralizado por el miedo. Cuando el hombre se acerca a la puerta del dormitorio para irse me ve allí parado, se detiene sorprendido, me mira con odio, me agarra de un brazo, me arrastra hasta el comedor y me arroja sobre el armario con tal fuerza que hace caer ruidosamente el tero embalsamado. Me dice: “Mocoso de mierda, ¿qué carajo estás espiando? Te conviene no hablar con nadie de lo que viste, porque si decís una sola palabra, una sola, ¿sabés lo que te voy a hacer? ¡Lo mismo que le hice a la puta de tu maestra!”.
El impacto emocional de aquel suceso debió de ser tan intenso que perdí, creo, temporalmente la conciencia. Cuando reaccioné temblaba convulsivamente. Anita estaba a mi lado procurando reanimarme. Recuerdo haber visto el tero sobre la mesa del comedor. Tenía rota una punta del basamento de madera. Anita no me habló de lo que pasó, no sé si ella fue consciente de que yo había visto esa escena de pesadilla, pero debió de escuchar las amenazas que me hizo el tipo. Me dio media aspirina con un vaso de agua y me hizo recostar en el sillón.
Una hora después llegó mi papá. Ni Anita ni yo mencionamos lo sucedido. Uno sabe, sin que se lo enseñen, que en la vida hay cosas de las que no se habla. Ella estaba tan conmocionada que apenas conversó con papá. Le dijo que yo ya había adelantado muchísimo y que no era necesario que siguiera tomando clases. Se despidió de mí con un beso, sin mirarme a los ojos.
Mi memoria profunda se encargó de esconderme el acceso a ese rincón lóbrego. Pero, ahora lo sé, fue el agujero en la línea de flotación que causó mis naufragios en la vida: sin saberlo, yo siempre asocié la violencia degradante de aquella tarde con el estudio, la escuela y los varones. No me afectó en mi trato con mujeres, pero siempre le tuve recelo a los hombres, y aún hoy cualquier desconocido entraña para mí… no sé si una amenaza, tal vez “amenaza” no sea la palabra más apropiada, pero si una insoportable molestia de la que trato de apartarme instintivamente, visceralmente.
Por ejemplo, cuando viajo en micros de larga distancia lo hago únicamente en butacas individuales; si debo compartir el ascensor con otras personas y hay algún hombre entre ellas prefiero subir por las escaleras; cuando voy al cine o a un concierto me siento en la butaca del pasillo pera reducir a la mitad el riesgo de que un hombre se siente a mi lado. ¡Y no les digo nada cuando en alguna reunión me encuentro con políticos conocidos, quienes, fieles a su insincera costumbre de abrazar a todo el mundo, se abalanzan sobre mí con sus brazos en alto y sus manos “amenazadoramente” abiertas!
Me acepto con esa neurosis, he podido convivir con ella, a veces, si me lo propongo, la domino, me ha ayudado a escribir, y hasta me resulta ahora divertido observarme a mí mismo en esas tontas reacciones. Pero nunca sabré a cuántos lastimé con esas cortantes aristas de mi personalidad, qué sufrimientos causé a quienes me han querido y cuántas oportunidades me han hecho perder a lo largo de mi vida.
Estoy seguro de que mis padres nunca se enteraron de lo que pasó aquella remota tarde porque algunos años después volvieron a mandarme a la casa de Anita para recibir clases de apoyo durante los veranos. Para entonces yo ya había sepultado aquel recuerdo y ni siquiera conservaba la menor idea de cómo y cuándo aprendí a leer y escribir.
 Y tal vez no sea casual que me hubiera enamorado de Anita, con ese primeriso y tierno amor que muchos varones sienten por sus jóvenes maestras cuando son sensibles y ejercen una dulce autoridad. Tampoco parece descabellado conjeturar ahora que mis fracasos escolares no fueron sino un pretexto para volver a ella, en un círculo interminable de inadaptación, naufragio y resurgimiento.
Anita purgó unos cinco años de cárcel. Cuando recuperó la libertad sus padres ya ha­bían muerto y su casita de la calle Moreno había sido rematada por la Justicia. Te­nía yo diecisiete años cuando la encontré por pura casualidad en un hotel de la calle Balcarce. Era domingo, yo tenía mi cita semanal con Yolanda. Nos cruzamos en un pasillo, no nos reconocimos, nos miramos, seguimos de largo y a los pocos pasos los dos nos dimos vuelta sorprendidos: “¿Sos vos?”, “¿Es usted?”.
Claro, yo ya no era el chiquito que iba a su casa ni ella la maestra jovencita de los veranos. Gratamente sorprendido, la vi sensual y más atractiva que antes. 
Curiosidades de la vida: resultó ser amiga de Yolanda.
Pero en aquel hotel nadie la conocía como Anita. Ahora tenía un nombre profesional: Jéssica (*).



(*) El nombre "Jessica" remite al capítulo 13, La chica del Urquiza, que yo no incluí entre los transcriptos en este blog porque por su fuerte contenido erótico podría herir la sensibilidad de algunos de mis lectores. Los que quieran leerlo bajo su responsabilidad pueden hacerlo en la versión PDF de la novela completa cuya dirección indico abajo. 
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: