viernes, 8 de mayo de 2015

Ultraje a la ancianidad



A FAYT NO SE LE MUEVE UN PELO,
SON LOS VIEJOS LOS OFENDIDOS


Por Enrique Arenz
Dr. Carlos Fayt, eminencia del Derecho
Cuando Alfonsín le ofreció a Fayt el cargo de ministro de la Corte Suprema de Justicia, el prestigioso jurista aceptó, le agradeció y antes de despedirse le pidió: "Por favor, doctor, borre mi teléfono de su agenda porque no lo voy a atender nunca". Y así lo hizo con todos los presidentes que se sucedieron hasta ahora (si no me equivoco, nueve o diez, algunos transitorios como Rodríguez Saá, otros fugaces, como Caamaño).

Sus fallos fueron siempre justos, equilibrados, racionales y transparentes. Jamás se plegó a mayoría automática alguna y en el salón de acuerdos defendió apasionadamente y con argumentos jurídicos irrebatibles sus disidencias con aquellas mayorías. Nunca funcionario alguno pudo ni siquiera acercársele para presionarlo. Fue siempre independiente, libre e indómito. Y profundamente respetado por sus colegas, discípulos de la Universidad y hombres del Derecho.

Escribió treinta y cinco libros que han estudiado generaciones de abogados, fiscales y jueces. (Leer nota de La Nación del año pasado:"No le debo nada a ningún presidente") Contó una vez:
"Mi tesis doctoral en la Universidad de Buenos Aires criticaba la reforma constitucional que aprobó Perón en 1949. Los jurados no me quisieron tomar el examen y tuve que escribir otra tesis".

Un juez así tenía que chocar tarde o temprano con algún presidente autoritario, ignorante y poco respetuoso de las instituciones republicanas, con lo ha sido Néstor Kirchner y lo es, y fue siempre, su viuda y actual presidente. Mientras no lo necesitaron, lo ignoraron, lo soportaron, se bancaron algunos fallos en disidencia, como en el caso de la ley de Medios, pero al irse Zaffaroni y con el fallecimiento de otros dos ministros, Fayt se les hizo imprescindible. Entonces decidieron golpearlo sin consideración ni respeto. "A este viejo lo soplamos un poco y se cae solo", debieron de pensar los muy ingenuos.

Como no tenían nada de qué acusarlo, decidieron culparlo de ser un viejo. "Casi centenario", dijo la doctora en un discurso por cadena nacional, "Una momia", lo calificó Hebe de Bonafini; "Que demuestre su aptitud psicofísica", lo desafió el ex prófugo del baúl Aníbal Fernández.

Pero de poco les sirvieron estas indignidades. Fayt es un hombre valiente, tenaz que tiene un notable sentido del humor y que luego de su larga vida de jurista y maestro del Derecho está de vuelta de los avatares de la pequeñez  humana y la vileza política. Les mandó decir por su abogado, el doctor Rizzo: "Voy a hacer lo que yo quiera, no lo que quiere Aníbal. Si sigo con vida y estoy bien pienso quedarme en la Corte diez años más". (Tomá pa' vos, diría Jhonny Allon).

Se cuenta además una anécdota genial (aunque su veracidad no está demostrada, pero los mitos también valen para enfrentar la ignominia): cuando Aníbal y otros sujetos de esa ralea que se llama "el proyecto" le sugirieron que saliera a la calle y se hiciera ver para demostrar su capacidad cognitiva, Fayt contestó: "No hay problema, pero con una condición, que la doctora Fernández me muestre primero su título de abogada".

Él se mata de la risa. No lo van a ablandar ni a asustar con bravuconadas, escraches y otros recursos fascistoides de vuelo tan gallináceo, porque Fayt no tiene cola de paja, no esconde muertos en el placard, jamás  tuvo una vida privada  indecorosa, vive austeramente  y nunca se dedicó a acumular una fortuna, si es que esto último fuera condenable, que no lo es, por supuesto.

No, no es al doctor Fayt a quien este gobierno ofende. Él está demasiado arriba, en la estratósfera moral, para que le lleguen los picotazos de estos pollos en furiosa retirada. A quienes este gobierno inepto y poco inteligente está lastimando injustamente es a todos los viejos de la Argentina, que son millones. ¡Son ellos, nuestros viejos, los que hoy acusan el golpe feroz de este inaudito ultraje a la ancianidad! Y también debiera sentirse lastimado el amigo de Cristina, el papa Francisco, que predica contra la cultura del descarte de los ancianos, y que suele repetir: "Tener un abuelo sabio en casa es lo mejor que le puede pasar a una familia. Aquí lo tenemos a Benedicto, nuestro anciano y sabio consejero que vive con nosotros".

Si los ancianos de la Argentina tenían sobrados motivos para repudiar a este gobierno, ya sea por las jubilaciones que perciben la mayoría de ellos, inferiores a los salarios de un presidiario, o por los impuestos a las ganancias que les hacen pagar a otros, como si la jubilación fuera una ganancia y no el reintegro de aportes realizados durante una vida, o bien por la escandalosa atención del PAMI, más parecida a una tenebrosa metáfora de la eutanasia que a una institución de atención de la salud para la tercera edad; si ya tenían suficiente con todo eso, ahora han sumado una nueva causa de rechazo y abominación: este gobierno también desprecia a los viejos porque considera que no tienen aptitud psicofísica ni condiciones cognitivas, en una palabra, que no sirven para nada.

Pero esto demuestra que el gobierno no sólo es insensible ante el drama de la ancianidad en la Argentina, sino que ni siquiera tiene la inteligencia de no irritar a los viejos más de lo que ya están, porque su voto también vale, y no hay que olvidar que mientras muchos jóvenes dejan de cumplir su obligación cívica, ellos suelen ir a votar aunque sea con muletas y marcapasos.


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(Se ruega citar este blog)  

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Cristina, Aníbal: recen para que Fayt no se les muera justo ahora

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viernes, 10 de abril de 2015

HOMICIDIOS EN EL BARRIO (Capítulo 10 de mi novela Marplateros)



Entre 1954 y 1956, hubo en mi barrio cinco muertes violentas. Las víctimas fueron: Ferdinando Navaredo, esposo de Anita, mi maestra particular; doña Edelma, una viejita que vivía sola en una pieza de chapa; los esposos María Esther y don Gregorio, dos personas de mediana edad, y una quinta que mencionaré al final.

Todos esos crímenes se produjeron en el término de año y medio, o acaso un poco más. Oficialmente se los consideró esclarecidos, pero en el barrio flotaron dudas, rumores y la sensación de que algo estaba mal, y que quienes resultaron condenados no eran los culpables.


Primera víctima: Ferdinando Navaredo


Ferdinando Navaredo era un mocetón de unos treinta años, rubio,  de físico atlético (hacía pesas), peluquero de profesión, que se ha­bía casado no hacía mucho, después de años de accidentado noviazgo, con Anita Alcaruela una dulce maestra que en verano nos daba clases particulares a mi hermano Ruben y a mí, y a quien los chicos adorábamos.

Anita era la única hija del matrimonio de doña Sara y Belisario Alcaruela. Los tres habitaban una modesta casita en la calle Moreno y Neuquén, en cuyo comedor Anita daba sus clases de apoyo. Cuando se casó, su musculoso marido se fue a vivir a esa casa, junto a sus suegros.


Segunda víctima: Doña Edelma


Por la calle Italia llegando casi a Colón, había un inquilinato con varias piezas construidas con chapas acanaladas. Una de las inquilinas era doña Edelma, una anciana costurera que vivía sola y se la pasaba cambiando cuellos de camisas y reparando prendas para sus clientes del barrio. Ocupaba la habitación que daba a la calle. En la pieza de al lado vivía Gastón Porres, un repartidor de diarios, relativamente joven, algo tonto, cuyos ojos se cruzaban en un estrabismo tan severo que casi no le permitía ver. Sin embargo se las ingeniaba para andar en bicicleta y repartir por la tarde ejemplares del vespertino El Atlántico. Gastón era bebedor, pero buena persona. Cuando terminaba el reparto se iba al boliche a tomar vino y a charlar con cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar sus abrumadoras incoherencias. Ya pasada largamente la  medianoche volvía a la pieza para dormir la mona hasta el mediodía.


Dos muertos más: los esposos Gregorio y María Esther


Gregorio y María Esther vivían en la calle Alberti entre 1º de Mayo y Marconi. Los dos andaban por los cincuenta años, estaban en una buena posición económica y no te­nían hijos.


Los homicidios


Estas personas fueron asesinadas en episodios aparentemente desvinculados entre sí. (Recuérdese que hay un quinto muerto que todavía no he mencionado).

Los hechos fueron así:

Ferdinando empezó dándole un cachetazo a la buena de nuestra maestra cuando todavía eran novios, y ella lo toleró. Tiempo después ya la some­tía a violencia cotidiana, incluido, se decía, abuso sexual. ¿Por qué la dulce Anita consintió ese destrato y encima se casó con él?  Jamás lo sabremos. Lo conocido es que cuando se casaron todo empeoró. Ya sea por celos, por cuestiones de dinero o por lo que fuere, vuelta a vuelta la insultaba y la golpeaba salvajemente, y lo hacía en la misma casa de sus suegros quienes de­bían escuchar a través de las paredes, y a veces presenciar, atemorizados y angustiados, estas escenas de violencia en las que no se atre­vían a intervenir por la agresividad descontrolada del yerno.

Un día Ferdinando estaba durmiendo la siesta, la dulce Anita tomó un revólver que su padre guardaba en la cómoda, fue hasta el dormitorio y le disparó desde la puerta tres balazos que lo mataron en el acto.

Ella misma llamó a la Policía y se entregó.

El caso conmocionó al barrio y a la ciudad. El diario La Capital publicó un dibujo que reproducía la dramática escena: la pobre Anita, con cara de malvada, empuña y dispara el revólver contra Ferdinando que, indefenso en la cama, levanta los brazos en alto con expresión de pánico en sus ojos. Parecía un cuadro de Goya.

Meses más tarde, doña Edelma cosía dale que dale con su desvencijada y ruidosa máquina desde las siete de la mañana, mientras en la habitación de al lado, dividida por un tabique de chapa, el diariero Gastón Porres, borracho como siempre y presumiblemente ese día con un insoportable dolor de cabeza, trataba de descansar. El ruido infernal de la máquina de coser de doña Edelma lo volvía loco. Se comentaba que Gastón ya la había increpado varias veces para que lo dejara dormir por las mañanas, pero la pobre vieja ¿cuándo iba a coser? Tenía que aprovechar la luz del día desde muy temprano, así que le había dicho que lamentaba molestarlo en sus borracheras pero que ella tenía que ganarse la vida. Además le recordó que cuando él traía alguna puta, ella se despertaba sobresaltada con los ruidos indecentes y los sacudones del tabique, y sin embargo nunca se había quejado.

Pero la anciana no sólo hacía ruido con la máquina, también tosía, ¡y cómo tosía! Yo recuerdo haber pasado por el inquilinato y escuchar, más que el ruido de la máquina, la tos seca, desagradable, perruna de doña Edelma.

Ese día, Gastón, borracho y abombado por el calor de la pieza cuyas chapas se calentaban con el sol de la mañana, irritado, como puede estarlo cualquier persona que vive en ese estado de incomodidad, desesperado por no poder dormir por el ruido de la máquina y la tos de la vieja, se levantó fura de sí, tomó un cuchillo, fue hasta la pieza de al lado, abrió la puerta de una patada y no le dio tiempo a la anciana ni de darse cuenta de lo que sucedía.

Recuerdo como si fuera ayer, haber visto pasar por Colón, frente a mi casa, el   jeep de la Seccional Cuarta que se lo llevaba a Gastón Porres esposado en el asiento trasero.


Gregorio y María Esther aparecieron muertos en el living de su casa, ella con dos balazos en el cuerpo y él con uno en la cabeza. En la casa no faltó dinero ni objetos de valor. La investigación policial, convalidada por la Justicia, estableció que Gregorio mató a su esposa y después se suicidó. Se tejieron muchas hipótesis sobre las causas de esta determinación.

Fue concluyente el testimonio de un médico clínico cuyo consultorio estaba en la calle Neuquén, el doctor Villar Albuerne, quien durante muchos años atendió al matrimonio. Este profesional declaró que la pareja atravesaba una prolongada crisis que jamás se cristalizaba en discusiones, reproches o peleas sino en silencios y negaciones. Cada uno se tragaba lo que le molestaba o lo afectaba del otro. Tenían la filosofía de aguantar  las insatisfacciones sin exteriorizarlas.

El doctor Villar Albuerne había leído las teo­rías de Sigmund Freud que todavía no tenían mucha divulgación en la Argentina, y de acuerdo con esos conocimientos, novedosos para la época, sacaba sus conclusiones. Según dijo, Gregorio se quejaba de no tener una vida sexual normal con su mujer. Le contaba en las consultas, que ella se retraía cada vez más. Gregorio,  dolido por lo que para él era una suerte de desinterés en su persona, había dejado de molestar a su mujer, tal vez para alegría de ella (estas eran conjeturas del médico), que probablemente pensaba que su marido había perdido la libido. Y según este facultativo, hombre de vasta experiencia en estos asuntos y también bastante misógino por lo que se po­día deducir de sus teorías, María Esther habría cumplido el sueño de toda mujer: vivir en com­pañía de un buen hombre que fuera, en lo posible, impotente. Pero el médico aclaraba enseguida: Gregorio era un tipo todavía joven, fuerte, de buena salud, y la actitud distante y aséptica de su mujer lo ha­cía muy desdichado.

Pero a su vez, María Esther había soportado por parte de Gregorio una infinidad de actitudes que le desagradaban. Por ejemplo: él nunca quería salir y a ella le encantaba caminar por el centro, ir al cine o al teatro e ir a cenar afuera una vez por semana, ya que estaban en condiciones de darse esos pequeños lujos.

También le gustaba viajar, y a Gregorio no; le encantaban las visitas a las casas de matrimonios amigos, pero a Gregorio estas reuniones lo aburrían mortalmente. A María Esther le desagradaba escuchar por radio los partidos de fútbol que a su marido le iluminaban los domingos,  y a su vez a Gregorio le fastidiaban las radionovelas que su mujer escuchaba cuando él dormía la siesta.

Finalmente ella había optado por apagar la radio para no molestarlo, y él decidió privarse de escuchar los partidos de fútbol. Gregorio trataba de pasar los interminables domingos haciendo crucigramas; su mujer, a la hora de la siesta, bordaba y hacía repostería. María Esther evitaba hablar de viajes, de hacer visitas, de ir de paseo o de salir a cenar afuera los sábados. Gregorio se resignaba a no tener fútbol los domingos ni sexo con su esposa nunca.

El médico aportó las extensas fichas clínicas de los esposos en donde se descri­bían todas aquellas intimidades conyugales.

Este testimonio, sumado a otros indicios y pruebas periciales, fue decisivo para que los investigadores llegaran a la conclusión de que se había tratado de un homicidio seguido de suicidio.


Pasaron los años. Nosotros nos mudamos otra vez de barrio y yo empecé a estudiar en la Escuela de Periodismo. En esas aulas me vinculé con varios oficiales de policía retirados que asistían a las clases para llenar sus vacíos existenciales. Dio la casualidad de que uno de esos oficiales, el subcomisario Bertoldo, perteneció a la Brigada de Investigaciones y había participado en la pesquisa de los cuatro homicidios.

Un día trabajábamos en su casa en un ejercicio de redacción de noticia policial cuando salió el tema de los homicidios del barrio Don Bosco. Ahí fue cuando me confió que él tenía otra visión de los hechos, una teoría asombrosa que sin embargo no había podido probar debidamente.

Según esta hipótesis a Ferdinando Navaredo no lo asesinó su esposa Anita sino su suegro, Belisario Alcaruela, enceguecido por el maltrato que su yerno le daba a su pobre hija. El día del hecho no estaban en la vivienda ni Anita ni su madre. Cuando Anita regresó a la casa se encontró con el espantoso cuadro: Ferdinando ensangrentado en la cama y su padre sentado, sollozando sobre la mesa del comedor, con el arma todavía en su mano. Anita conservó la calma, le dijo al padre que se tranquilizara, que ella se haría cargo del homicidio, que era joven y que po­día soportar unos años de cárcel. El viejo había quedado tan conmocionado por lo que acababa de hacer que permaneció en silencio mientras su hija le quitaba el arma de la mano, limpiaba las huellas, llamaba a la policía y se entregaba serenamente. Cuando ya anocheciendo regresó la madre, sufrió una crisis nerviosa y debió ser hospitalizada.

Pasaron varios meses de dolor y llanto antes de que la madre de Anita se enterara de que el autor del homicidio había sido Belisario y no su hija. La revelación destruyó el matrimonio: jamás perdonó a su marido por haber permitido que Anita cargara con su culpa.

 

Según Bertoldo, todo lo sucedido tuvo gravísimas consecuencias psicoló­gicas para Belisario Alcaruela, ya que a partir de esos acontecimientos lo habrían acometido deseos compulsivos de volver a matar.

Una mañana temprano fue hasta el inquilinato de doña Edelma con el pretexto de encargarle un trabajo y la apuñaló. Luego entró sigilosamente a la pieza del diariero, que estaba, como era habitual, borracho y profundamente dormido, y le puso el cuchillo ensangrentado en sus manos.

Otro día pasó por la casa de María Esther y de Gregorio, quienes eran muy amigos de su hija Anita a la que habían ayudado con dinero para su defensa (lo cual demuestra, en contra de la opinión del charlatán del médico Villar Albuerne, que el matrimonio sí tenía cosas y sentimientos en común). Lo hicieron pasar a Belisario con demostraciones de afecto. Éste, sin decir palabra, sacó una pistola, le disparó con precisión un balazo en la sien derecha al hombre y otro balazo en el pecho a la mujer. Limpió la pistola, se la puso a Gregorio en su mano derecha y le oprimió el índice para producir un tercer disparo contra el cadáver de la mujer con la obvia finalidad de asegurar el resultado de la prueba de parafina.

El policía estaba indignado con el médico Villar Albuerne porque su testimonio había desviado el curso de la investigación. Según opinaba este oficial, el hecho de haber matado  a su yerno y comprobar lo fácil que resulta echarle las culpas a otro, había despertado en algún rincón de su cerebro al psicópata o asesino serial que sin duda llevaba dormido. Había descubierto el placer de matar por matar y al mismo tiempo hacerle pagar el crimen a un tercero. Era un doble placer que halagaba no sólo a su instinto asesino sino también a su inteligencia maligna.

Este investigador estaba convencido de que Belisario mató a muchas otras personas de esta manera, hasta que años más tarde él mismo fue asesinado por su esposa mediante el expediente de echarle cianuro al mate. La mujer fue rápidamente inculpada porque la policía le encontró el frasquito con el veneno en su cartera.

Este es el quinto crimen que mencioné al principio.

Pero mi amigo el policía no estaba de acuerdo tampoco con los resultados de esa investigación. Belisario, según él, no fue asesinado por su esposa. Se suicidó, y para ello siguió la misma metodología de sus otros crímenes, metodología que le hizo disfrutar, por última vez, aunque ahora anticipadamente, el placer de matar e inculpar a otro. Sólo que esta vez se mató a sí mismo. Echó el cianuro en el mate que le acababa de cebar su esposa, pero antes de sorberlo fue al dormitorio y puso el frasquito en la cartera de ella.

Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M

sábado, 21 de marzo de 2015

Nisman: lo siguen matando todos los días


Al fiscal Alberto Nisman lo mataron hace dos meses. El crimen se perpetró después de que denunció a la presidente de la Nación y a su ministro de Relaciones exteriores por el delito de encubrimiento del atentado terrorista contra la AMIA, y un día antes de presentarse a la Cámara de Diputados donde iba a ampliar la acusación y a mostrar pruebas que se reservaba y que desaparecieron.

Este magnicidio conmocionó al país, y cada día que pasa nos estremece más porque vemos de qué manera vil tratan de destruir su imagen para que su tremenda denuncia pierda legitimidad.

Primero, Cristina dijo que se había suicidado. La explicación era demasiado simple y miserable: cuando el pobre Nisman descubrió que el escrito que le hicieron firmar otros era una patraña sin fundamento, se sintió tan abrumado y deprimido que decidió poner fin a su vida. Es decir, lo tildaron de estúpido, de marioneta y de cobarde que no tuvo el valor de afrontar su error. Pero descubrieron que nadie en el país creía en esa ridícula hictoria, entonces la autotitulada abogada exitosa cambió su versión y aseguró que la muerte del fiscal había sido un homicidio. Y remató con una frase impropia de un abogado: "No tengo pruebas pero tengo certezas" (?).

Si a todo esto le sumamos las desprolijidades de la investigación, la intervención del secretario de Seguridad y otras personas en la escena del crimen tres horas antes de que llegara la fiscal, las contradicciones insalvables entre los peritos oficiales y los de la parte querellante, el evidente interés de la exesposa del fiscal por estirar la hora de su muerte para dejar adentro al asistente Lagomarsino, los groseros insultos del señor Aníbal Fernández al tratar al muerto de "turro" y de "sinvergüenza", la cobarde divulgación de fotografías íntimas filtradas aparentemente por la Policía Federal y la pegatina de afiches que sólo el gobierno puede financiar, llegamos fácilmente a la conclusión de que Cristina está muy asustada con la denuncia que la involucra en un delito de lesa humanidad, y que todos, incluyendo a la jueza Arroyo Salgado (que es una jueza K, recordar el caso de los hermanos Noble Hererera), quieren diluir la denuncia del fiscal y desviar su asesinato hacia cuestiones particulares, tal vez de dinero o de negocios turbios.

Con esta sórdida red de complicidades al pobre Nisman lo están matando de nuevo todos los días.

El juez Rafecas ya falló velozmente: la denuncia no tiene consistencia ni entidad probatoria que merezca ser investigada, coincidiendo con abogados kirchneristas como Zaffaroni, Arslanian y Moreno Ocampo. (Hasta cometió el descuido de habilitar la feria cuando ésta ya había finalizado, lo cual es muy sospechoso). Presionaron luego sobre el fiscal Pollicita para que no apelara, luego sobre el fiscal de Cámara Moldes, a quien recusaron sin éxito, y ahora lo están haciendo sobre los tres jueces de la Cámara. ¿Logarán su propósito? No lo sabemos (aunque yo soy escéptico), pero toda la maquinaria del poder del Estado está feroz y desesperadamente concentrada en borrar la denuncia de Nisman de la conciencia colectiva. Quieren que nos olvidemos de Nisman y de su denuncia.

Pero aunque lograran someter a los jueces de la  Cámara Federal con carpetazos y otros métodos mafiosos, las apelaciones continuarán hasta llegar a la Corte, y nadie en el país creerá que la denuncia de Nisman y su asesinato no están indisolublemente relacionados. Está el Memorandum con Irán que demuestran lo que intentaron hacer. Nadie sabe todavía, ni los diputados que lo votaron en forma expres, por qué se hizo ese disparate diplomático. 

Le guste o no al gobierno, este escándalo, este estupor ciudadano por un crimen político llevado a cabo en democracia y con tan alarmante impunidad, lo acompañará inexorablemente hasta el final de su mandato. Y después, cuando estos personajes estén en el llano, todos los ciudadanos de bien nos vamos a encargar de que se los juzgue como corresponde, con todas las garantías del Derecho, pero también con todo el rigor de la ley.

Entretanto no permitamos que la memoria de Nisman sea mansillada por aspectos de su vida íntima que a nadie interesan. Un hombre divorciado que no tiene compromiso puede hacer de su vida privada lo que quiera mientras no dañe a otros. Sólo nos interesa su vida pública, y como fiscal fue honrado, eficaz y valiente.  

Enrique Arenz
(Se permite su reproducción)

NOTA: El delito que Nisman imputó a Cristina y su canciller es de lesa humanidad. Si nuestros jueces no lo quieren investigar, podrán hacerlo otros paises conforme al Derecho Internacional del cual somos signatarios. La desestimación de la denuncia que le costó la vida al fiscal Nisman significará, para nosotros y el mundo entero, una demostración palmaria de negación de Justicia. Entonces habrá que llevar esa denuncia a España o a cualquier otro país que esté dispuesto a investigar y procesar a los imputados.

viernes, 30 de enero de 2015

Capítulo 7 de mi novela MARPLATEROS



EL RANCHO DE LA GRETA
Los sucesos que voy a contar los viví en mi infancia, pero el secreto que encerraban lo conocí de grande, cuando mi madre, un día que te­nía ganas de hablar de asuntos innombrables, derribó mi capacidad de asombro de un solo chicotazo informativo.

Yo tenía ocho años. A la vuelta de casa, a unos treinta metros del almacén del turco Anis, había una casilla muy pobre y destartalada con piso de tierra apisonada, donde vivía una familia que se aislaba hurañamente del vecindario. La vivienda, oculta por una maraña de ligustro jamás recortado, era bastante grande, con muchas habitaciones, y se alzaba en medio de un amplio terreno con sauces llorones, una huerta con maizal y zapallos, y un gallinero en los fondos.

A esa vivienda los chicos la conocíamos como el rancho de la Greta, por una chiquita de mi edad, amiguita nuestra de juegos callejeros, morochita y escuálida, que era la menor de siete hermanos, cinco mujeres y dos varones, que vivían allí.

Mis padres me habían prohibido pisar ese rancho, pero yo iba igual, como lo ha­cían otros chicos del barrio, llevados por la misma Greta. Jugábamos entre los choclos y trepábamos a los sauces. Algunas veces, cuando anochecía, entrábamos en la casa.  A mí me encantaba, porque como no tenían luz eléctrica encendían faroles a querosén. La luminosidad mortecina de esos velones sobre el piso de tierra creaba un fascinante clima de casita de cuento de hadas.

La madre era doña Emérita, una mujer muy avejentada, flaca y canosa, con aspecto de bruja, siempre desarreglada, siempre chirusa, con medias caídas y enaguas que le sobresalían por debajo del impresentable vestido de franela gris. Mientras yo y algún otro amiguito jugábamos con la Greta en una especie de amplio comedor donde siempre estaba reunida la familia, la escuchábamos a Emérita despotricar contra alguna persona. Siempre estaba rezongando contra alguien o hablando mal de alguien.

El padre, en cambio, Hermes Radviuk, un serbio que había venido de joven a la Argentina, era un tipo bonachón de unos sesenta años, no mal parecido para su edad, siempre sonriente y con una mirada serena y bondadosa que inspiraba confianza. No se le conocía ocupación alguna, aunque se decía que era predicador de una secta religiosa escindida de la Iglesia Mormona. Los sábados la casilla quedaba vacía porque todos concurrían a un templo de la calle 9 de julio, frente a la estación de trenes. 

Los hermanos trabajaban en modestos oficios, excepto la Greta y la que le seguía en edad, Mabel, que ten­dría por entonces doce o trece años. Juliana, la mayor de las mujeres, era doméstica con cama adentro, así que aparecía por la casilla solamente los sábados por la tarde. La segunda, cuidaba a una anciana por las mañanas. La del medio, Nora, la más bonita de las cinco, según mi parecer de entonces, había estudiado corte y confección en la academia “Teniente” y cosía para afuera, pero como no tenía máquina de coser, debía hacer las costuras a mano, puntada tras puntada durante interminables horas de trabajo. Norita era la preferida del padre, según me comentó un día la Greta, y parece que esa predilección creaba ciertas tensiones con sus hermanas más grandes.

A los dos varones, que eran los mayores y que no andarían muy lejos de los cuarenta, yo los veía muy poco en la casilla. Durante el día trabajaban, uno de peón de albañil, y el otro de enlazador de perros en la perrera municipal. Regresaban a la casilla al atardecer. En verano se daban cada tanto un baño afuera, junto a la bomba sapo y dentro de un corralito de chapa que cubría sus desnudeces hasta la cintura. Siempre alguna de las hermanas, entre risas, jarana y miraditas indiscretas, los enjuagaba desde la cabeza con un recipiente con agua previamente calentada en la cocina de leña. Para la higiene de las mujeres, había un pequeño cobertizo de chapa pegado a la letrina. Los dos varones se afeitaban afuera, frente al espejo de un botiquín colgado bajo el alero. Se peinaban con brillantina Glostora, se perfumaban, se empilchaban y sa­lían, hechos unos dandis, cada uno por su lado.

Don Hermes Radviuk parecía un gran señor. Las hijas y la mujer lo atendían como a un califa, le cebaban mate, le alcanzaban algo de comer, le enfriaban la cerveza en una palangana con hielo y le iban a comprar El Gráfico todos los martes. Él, por su parte, nunca movía un dedo por nadie, sólo estaba allí para beber, dar paternales consejos y recibir atenciones, aunque era notable el trato amoroso que tenía en todo momento con las hijas. Hasta cuando las reprendía lo hacía en tono cariñoso e indulgente. A veces pedía que le alcanzaran un libro religioso y leía algunos pasajes en voz alta. Y había que ver con que respeto las hijas escuchaban esas lecturas, cómo lo mimaban, lo abrazaban, jugueteaban con él y procuraban complacerlo en sus mínimos deseos. Una vez vi que dos de las chicas le estaban poniendo medias de lana, cada una con un pie entre sus amorosas manos, mientras él viejo, apoltronado en su desvencijado sillón, escuchaba concentrado un partido de futbol por los auriculares de una radio a galena. Percibí que había siempre como una competencia por ganarse el apego del viejo.

Otra curiosidad que noté es que las tres hijas más grandes, aún cuando sólo salían de la casilla para trabajar o hacer algún mandado, se acicalaban lo mejor que su pobreza les permitía, se peinaban entre ellas, se pintaban las uñas y se maquillaban. Nora era siempre la mejor vestida porque se confeccionaba sus propios vestidos. Sólo la vieja, que era la única que fregaba ropa en el piletón, regaba la huerta y le daba maíz a las gallinas, se mostraba desarreglada y hasta maloliente.

En realidad yo entraba muy de vez en cuando en la casilla, y siempre permanecía poco tiempo, así que mis recuerdos de lo que pasaba allí dentro son necesariamente fragmentarios. En cambio con la Greta, que era bastante vaguita y le gustaba jugar con los varones, nos encontrábamos todos los días en la calle, para cazar mariposas, encerrar luciérnagas en frascos de vidrio o pescar renacuajos en el zanjón cuneta siempre inundado de Colón. Ella era un varoncito más para nuestra pequeña pandilla.

Los marginales merodeadores

En el barrio merodeaban siempre cinco dementes. Uno era Norris, un repulsivo sujeto de ojos saltones enrojecidos, tez morena infernalmente picada de viruela y nariz aplastada cuyos orificios exudaban unas velas verdosas que se le encharcaban y encostraban encima del labio superior que le sobresalía como un hocico. Jamás hablaba con nadie, pero tenía la mala costumbre de pararse frente a las personas y permanecer inmóvil como una figura de cera de un museo del horror. Los que padecían este acoso le daban limosna para que se esfumara cuanto antes.

Otro era “Piojito”, un vagabundo de larga barba y melena, que se echaba a dormir ahí donde lo agarraba la noche, a veces bajo un alero, en el porche de una casa, o directamente al sereno. Iba siempre vestido con sobretodo largo y mugriento, sombrero de ala ancha caída y zapatos destrozados. Llevaba invariablemente una vara para ahuyentar a los perros sueltos. Se rascaba el cuerpo constantemente porque estaba infectado de piojos. Nunca pedía ni hablaba con nadie, pero las señoras del barrio, al verlo acercarse, entraban a buscar algo para darle, un sándwich, o una fruta, que él tomaba extendiendo el brazo lo más que podía para no contagiar sus piojos ni ofender con sus emanaciones.

Los otros personajes eran el loco Félix, que tendría quince o dieci­séis años y sus dos hermanos mayores, mellizos gemelos, los tres infradotados. Vivían en los fondos de un bar de la calle Brown, en una pieza que el dueño les facilitaba.

Los mellizos eran lustrabotas y estaban siempre juntos, cada uno con su cajita de pomadas y cepillos. Eran muy parecidos entre sí, con idéntico gesto adusto y la mirada perdida, pero uno de ellos mandoneaba y maltrataba al otro. ¡No seas pavo!, le gritaba el mandamás delante de la persona que se estaba lustrando los zapatos. ¡Infeliz! Hacé esto, hacé aquello, agarrá la otra pomada, mirá que sos tarado… Éste es un lelo, le explicaba al sorprendido cliente.

El loco Félix, en cambio, era simpático y sociable. Vagabundeaba por el barrio siempre sonriendo y a veces hablando solo. Cuando los chicos lo cruzábamos le pe­díamos que cantara y bailara. No había que rogarle mucho, sacaba de sus bolsillos cuatro maderitas alargadas y con dos en cada mano, hábilmente sostenidas entre sus dedos a modo de castañuelas, producía un repiqueteo con el que bailaba grotescamente mientras cantaba una copla monótona: “El loco Félix, el loco Félix / El loco Félix, el loco Félix…” Esa era toda la letra, y  la repetía hasta que, cansado, daba por terminado el show.

Aunque parezca mentira, tocaba los palillos sorprendentemente bien, con un tamborileo potente y rítmico. La gente se paraba para verlo, se reía de sus astracanadas, lo aplaudía y le daba unas monedas.

Estas cinco personas incapaces, recorrían diariamente las manzanas que circundaban mi casa. Siempre daban vuelta por ahí. Eran muy jóvenes todos, aunque Piojito y Norris parecían viejos de tan deteriorados que estaban.

Cinco retardados mentales concentrados en un perímetro tan reducido era demasiado, pero yo era muy chico para asombrarme de esa banalidad.

La revelación

Una noche, posiblemente más tarde que otras veces, entro por mi cuenta al rancho de la Greta y me veo ante una escena desacostumbrada. En el comedor alumbrado a querosén están solamente el viejo y los dos varones, enfrascados en una discusión. No entiendo el motivo del entredicho, pero nombran a la hermana de trece años: “¡Basta, viejo, tenés que frenarla con la Mabel, es muy pendeja todavía!”, le dice uno de los hijos. “¡Y vos que te metés, palurdo! ¡Que te importa, si ella está conforme y me lo anda pidiendo!”, le contesta el viejo visiblemente alterado pero en voz baja como para que no lo escuchen desde las habitaciones. “¡Es mi hermana, cómo no me va a importar!” “Ah, tu hermana, ¿eh?, tu hermana…, mirá vos, ¿y desde cuándo te importan tus hermanas? ¿Y tus otros hermanos, los que rajamos de acá, te importan? Bueno… tus hermanos, por llamarlos de alguna manera, porque yo nunca pude averiguar quién carajo los engendró. Miren, no me hagan hablar, que con ustedes tengo muchas cuentas pendientes… Los hijos, alteradísimos, hablan a la vez, pero el padre los hace callar autoritariamente: “¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto! ¡No se hable más del asunto!”

Cada vez que repite esta orden, don Hermes, sentado con aire de magistrado en su sillón patriarcal, levanta muy alto su brazo derecho con la mano abierta hacia mí y lo deja caer palmeando ruidosamente el apoyabrazos, una y otra vez, como acentuando la autoridad de sus palabras, gesto tal vez propio de un predicador que sermonea a sus fieles. Esa mano movediza y crispada me provocó una vaga e inexplicable para mí sensación de angustia.

En eso los tres descubren mi presencia y hacen silencio. Uno de los hermanos me pregunta de mala manera: “¿Y vos, qué carajo querés?” “Nada, nada, la buscaba a la Greta, nomás”. “La Greta ya se acostó, así que mandate a mudar, y no vuelvas a entrar acá sin pedir permiso, ¿entendiste, mocoso?”.  

Me fui más atemorizado de lo que el episodio merecía. Ya no volví  jamás a esa casilla.

Como dije, mi madre me contó muchos años más tarde, cuando yo ya peinaba canas, la verdad de los sucesos de esa casilla, sucesos que alguna gente del barrio conocía pero que nadie quería mencionar. Según esa versión, que más tarde complementé con datos que le pude sacar a don Elías, uno de los antiguos vecinos a quien, hasta su muerte reciente, seguí viendo de vez en cuando por el centro, don Hermes se acostaba con sus tres hijas mayores. Y si debiera guiarme por las palabras que escuché en la discusión de aquella noche, el viejo se disponía a iniciar a la Mabel, de trece años, porque esa era la edad de noviciado que fijaba el reglamento de la secta a la que pertenecían.

Las mujeres no habían sido nunca obligadas ni violentadas por el viejo, simplemente se acostumbraron desde la adolescencia a turnarse para dormir con él, y lo curioso es que lo hacían de buena gana. A veces se peleaban entre ellas por celos, ya que todas querían ser la favorita de Hermes, y, según don Elías ―aunque su testimonio es en este aspecto poco creíble, porque uno se pregunta ¿y cómo lo supo él?― las irritaba escuchar tras las delgadas paredes de madera del rancho las exclamaciones placenteras de la que en esos momentos fornicaba con el padre. ¿Pero, y la madre, doña Emérita?, le pregunté a mamá, y después a don Elías. Ambos coincidieron: la madre consentía esas relaciones porque ella también las había tenido con sus hijos varones cuando estos eran adolescentes, todo conforme a los preceptos endogámicos de su religión.

Pero el omnisciente don Elías fue más lejos, me aseguró que los hermanos varones, cuando regresaban a la casilla después de haber bailado hasta pasada la medianoche, ardiendo por los juegos audaces de chicas difíciles, a veces se metían subrepticiamente en la cama de alguna de las hermanas, quienes accedían a complacerlos, aunque siempre con la exi­gencia casi incumplible de hacerlo en silencio, para que el padre no se fuera a enterar, porque la secta no aprobaba semejante degeneración entre hermanos, salvo que se casaran, como manda Jehová.

Supongo que Greta, mi amiguita de la infancia a quién dejé de ver pocos años después, cuando nos fuimos del barrio, habrá ocupado alguna vez el lugar que le correspondía como la amante más joven y preferida de su padre, y, ocasionalmente, de sus hermanos.

Si he de aceptar estos hechos como auténticos, y a su vez los relaciono con fragmentos de la discusión entre padre e hijos que escuché aquella noche, los cabos sueltos se atan solos y las conclusiones salen a la luz como lagartijas al mediodía.

Puedo entonces entender una rareza nunca aclarada: por qué alrededor de mi casa de la avenida Colón, o mejor dicho, alrededor del rancho de la Greta, que quedaba a la vuelta, deambulaban como sombras sin alma cinco dementes abandonados a la buena de Dios.
Enrique Arenz 2009 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Marplateros fue editada en 2009 y está agotada. (Sólo se puede comprar en Mar del Plata, en la librería Fray Mocho) Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: http://www.enriquearenz.com.ar/libro_marplateros.html#.U2F0aFc_Q4M
 

martes, 16 de diciembre de 2014

Otro de mis cuentos de Navidad


Me llamo Camila Ritordo, soy contadora pública. Cuando sucedió lo que voy a contar yo tenía treinta y cinco años, vivía en Tandil y ejercía mi profesión
en forma independiente.


Mi novio me había dejado después de diez años de accidentada relación. A los pocos meses falleció mi madre. Quedé sola.

Pero descubrí que vivir en soledad no es tan malo para una mujer. Al contrario, es hasta fascinante, siempre que una se organice y esquive la mortal rutina. Comencé a disfrutar de mi hogar: cocinaba, invitaba a mis amigas, cambiaba periódicamente la decoración y los colores de cada ambiente.

Claro, hasta que llegó diciembre.

Aclararé que yo no era una mujer religiosa (aunque sí, ambiguamente supersticiosa, de esas que encienden velas a santos no reconocidos y queman sahumerios frente a una estatuilla del Buda), pero fui educada en una familia católica y, seas o no creyente, la Navidad es la fiesta en la que todos necesitamos una familia.

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