martes, 19 de enero de 2016

MENEM: ¿QUÉ OPINABA LA GENTE EN 1998?

OTRO CAPÍTULO DE MI NOVELA 
LAS MANDRÁGORAS HAN 
DADO OLOR

La Novela LAS MANDRÁGOTRAS HAN DADO OLOR  fue escrita en 1998 y en ella se narran los episodios políticos de ese año en particular. En este capítulo dos de los personajes, un docente y su abogado, dialogan sobre política y expresan diferentes puntos de vista sobre el menemismo. La discusión posiblemente resulte de interés para los lectores interesados en recordar mo se pensaba políticamente en el final de la segunda presidencia de Menem, ya que este diálogo fue tomado de la realidad de ese tiempo, a pesar de alguna perdonable subjetividad del autor.

Capítulo 20º

Don Raimundo declara ante el juez 



Griselda no lo volvió a llamar. Afligido, Raimundo intentó comunicarse con ella pero nadie contentaba el teléfono del domicilio de la profesora, y su celular se hallaba desconectado. El jueves lo citó su abogado y le dijo que el fiscal le recibiría declaración el lunes siguiente a las ocho de la mañana. Lo tranquilizó haciéndole saber que no había notado ni en la Fiscalía ni en el Juzgado la intención de perjudicarlo procesalmente, ni a él, como principal denunciado, ni a las dos profesoras. El letrado había observado con gran desconcierto que la Fiscalía apuntaba más al obispo que a ellos. Ignoraba el motivo, ya que monseñor Anteres Melitano era absolutamente ajeno a los hechos denunciados.
A los dos les llamó la atención que esa postura del juzgado coincidiera con los medios de comunicación. A partir del jueves los diarios y la televisión se ensañaron con el obispo a quien no sólo se lo procesaba sino que la Santa Sede —ahora estaba confirmado—,  había dispuesto su relevo como titular de la diócesis de Mar del Plata y lo había designado simbólicamente al frente de una diócesis inexistente. A don Raimundo no volvieron a nombrarlo, y cuando se hablaba del caso de corrupción en los colegios oranitas, se mencionaba únicamente al obispo Melitano.

Esto trajo alivio a don Raimundo. Las unidades móviles abandonaron la guardia en su hotel y se instalaron en el Pasaje Catedral a la caza del obispo. Ahora hurgaban también en la conducta presuntamente homosexual de algunos sacerdotes muy allegados al obispado. Se animó entonces a salir a caminar un poco, pero molesto porque la gente lo reconocía y se volvía para mirarlo, regresó enseguida a encerrarse nuevamente en su habitación.

El sábado y el domingo devoró los diarios y comprobó con satisfacción que el caso de corrupción en Mar del Plata casi ni se mencionaba. La atención pública estaba ahora concentrada en la posible ruptura de relaciones diplomáticas con Irán al comprobarse la participación de esa nación islámica en los atentados contra la Embajada de Israel, ocurrido en 1992 y
contra la AMIA en 1994. También se hablaba del pedido de captura librado contra Alfredo Yabrán, el poderoso empresario telepostal sospechoso de haber ordenado el asesinato del fotógrafo de la revista Noticias José Luis Cabezas.

Durante esos dos días Raimundo se dedicó a leer, habló telefónicamente con sus hijos y se comunicó con un par de amigos de Buenos Aires. Por supuesto intentó mil veces localizar a Griselda. Pero fracasó.

El lunes, acompañado por el doctor Gotieri, se presentó en Tribunales. Mientras esperaban la audiencia el abogado le explicó a don Raimundo que de acuerdo con el artículo 125º del Código Penal, corruptor es aquel que para satisfacer deseos propios o ajenos, o con ánimo de lucro, promoviere o facilitare la prostitución o corrupción de menores de edad. Si las víctimas tienen más de doce años, la pena es de tres a diez años.

El juez Romualdo Sanhedre prodigó al imputado un trato respetuoso y muy considerado. Raimundo explicó su verdad con fluidez y elocuencia, contestó todas las preguntas que se le hicieron y se defendió de los cargos que se habían presentado contra él. Se declaró único responsable por la iniciativa pedagógica generadora de la denuncia, y se esforzó por desvincular de los hechos tanto a la Orden como a las dos profesoras de Santa Anacleta. Sobre la responsabilidad del obispo fue más bien ambiguo, ya que no podía reconocer que se le había ordenado que no lo informara. Le llamó la atención que el fiscal no insistiera mucho en averiguar si él, concretamente, había solicitado o no la autorización pastoral. Terminada la audiencia, le hicieron firmar el acta y le comunicaron que en diez días el juez determinaría su situación procesal. Sin que él lo preguntara, le dijeron que estaba autorizado a dejar la ciudad e incluso el país, con la obligación de informar al juzgado su paradero.

Cuando salieron de Tribunales el abogado invitó a su defendido a tomar un café en un bar de las inmediaciones. El doctor Gotieri estaba muy extrañado por la forma superficial en que se había desarrollado esa audiencia.

—Tengo mucha experiencia en indagatorias —dijo perplejo mientras ponía edulcorante en su café—; nunca vi una actuación judicial tan poco sagaz, tan... banal, insustancial. Vea, esteee...como se llama... me alegro por usted porque es evidente que no lo quieren joder mucho, pero esto me huele mal. Aquí hay algo sucio. No sé que es...

—¿Pudo averiguar por lo menos quiénes me denunciaron?

—No, los denunciantes están bajo reserva de identidad. No sé por qué...

—Quisiera saber quiénes son para hablar con ellos.

—Es imposible. Yo lo intenté y reboté en todos lados, en fin...

—Bueno, doctor, ¿creé que las citarán a las chicas?
Después de lo que usted declaró, me da la impresión de que no. Cómo se llama... parecería que al único que quieren cagar es al obispo. No sé qué es lo que pasa, pero esto se asemeja a una sucia operación política para neutralizar a un obispo que se ha destacado por ser un severo crítico del gobierno. Si esto es así, lo lograron. Ya no es más el obispo de Mar del Plata. Pero como la decisión del Papa es provisional y hasta que se aclare su situación judicial, lo van a tener agarrado de las bolas el mayor tiempo posible.

Don Raimundo se quedó pensativo y con una sensación de angustioso presentimiento. Si aquello era una operación política y de prensa para voltear a un obispo opositor al gobierno, ¿qué papel había jugado él en todo ese cochino proceso?

—Qué cosas sucias que se hacen en este gobierno —comentó Raimundo con amargura—; derrotaron la inflación, estabilizaron la economía, pero... ¿por qué actúan así? ¡Cuánta iniquidad!

—Mire —le dijo el doctor Gotieri— yo soy un independiente, tirando a liberal, de origen conservador, ¿vio?, no puedo menos que apoyar a este gobierno por todo lo bueno que hizo en materia económica. Porque hizo cosas buenas, eh, no lo podemos negar. No sé... bastaría la urbanización de Puerto Madero, o la abolición del Servicio Militar obligatorio, o la resolución de todos los conflictos fronterizos con Chile, ¡o la derogación de la figura penal del desacato!, para quedar en la historia... pero hizo mucho más que eso. Pero al mismo tiempo soy católico y un hombre con sensibilidad social, y por eso tuve que alejarme de la militancia. Le digo algo: los políticos liberales son personas muy capaces, muy cultas y brillantes funcionarios en el gobierno. Pero ¡qué hijos de puta que son! Dejando aparte a don Álvaro, ¿no?, que para mí es un prócer. No hay político más insensible, frío, egoísta, desalmado y deshumanizado que un liberal con apetencias de poder. Ojo, que yo los voto a ojos cerrados... cómo se llama..., porque sé que nadie como ellos me va a cuidar el bolsillo y la estabilidad de la moneda. Pero no quiero ser amigo de ninguno de ellos. Salvo excepciones, claro.

—No puedo opinar sobre eso —dijo don Raimundo— porque yo jamás me he metido en política. Creo que los políticos en general son una raza bastante peculiar, por decirlo suavemente.

—Sí, pero vea la diferencia. Por ejemplo, los peronistas son propensos a la relatividad moral, a la coima y al afano, pero tienen una auténtica sensibilidad social. Eso no se les puede negar. Se preocupan sinceramente por el sufrimiento de los más necesitados. Claro, no hacen gran cosa por ellos, esteee... cómo se llama, porque son torpes y rapiñeros, cómo se llama..., pero son auténticos cuando proclaman su amor por los pobres. Y eso los pobres lo saben; por eso se da hoy la paradoja que los marginados y los desempleados de ahora, no votan contra el Justicialismo. Los radicales, en cambio, son bastante decentes, por lo menos no tan ladrones como los peronistas, pero hipócritas. Ah, eso sí, hipócritas como la madre que los parió. Sólo les interesa el poder y se cagan en los pobres, aunque quieran aparecer como políticos de sensibilidad social y hasta se convencen a sí mismos de que lo son. De economía no saben ni medio, aunque ahora parecería que están aprendiendo algo. ¿Y los comunistas? Ahí tiene, ¿ve?, esteee... cómo se llama, si los activistas de extrema izquierda, incluyendo a los comunistas y a esas rarezas antediluvianas que son los trotskistas y maoístas, llegan a tomar el poder, ¡mamita querida!,  nos impondrían la más feroz de las dictaduras, ¡qué derechos humanos ni que mierda!; y como no saben nada de economía  fracasan y cagan de hambre a todo el mundo. Pero en el llano son la gente más pura y bondadosa que uno pueda imaginar. ¡Qué buenos compañeros que son, qué solidarios y desinteresados! Son quizás la mejor gente de la política. Pero claro, en el llano, ojo. Que Dios nos guarde de un gobierno con estos puros.

—Tal vez haya matices. En todas las militancias debe de haber de todo.

—Sí, claro, pero en general, con una mirada en perspectiva, usted visualiza las cualidades y los defectos sobresalientes de cada grupo ideológico. En resumen: para amigos me quedo con los comunistas; para gobernantes elijo a los liberales, pero no quiero ni verlos cerca.

—Pero ahí tiene, este gobierno es una rara mezcla de justicialistas y liberales.

—Así es, por eso podemos esperar lo peor en materia de bajezas políticas, como la que parece que le están haciendo al pobre obispo.

—Es que a pesar de los aciertos en materia de estabilidad y crecimiento que usted bien señala, la gente pobre está sufriendo mucho —comentó don Raimundo—, lo de la exclusión social no es un invento de la oposición, y la Iglesia tiene el deber moral de denunciar estas injusticias...

—¡Pero algunos obispos exageran, profesor, exageran! Mire, esteee... cómo se llama, una empleada de Tribunales me comentaba días pasados las penurias que había pasado durante la hiperinflación de 1989: “Anduve meses con la nariz tapada, no podía comprarme ni un Dazolín”, me dijo indignada ante las críticas irresponsables que hacen hoy la oposición y algunos obispos. Y es así, esteee... cómo se llama... con la estabilidad los que tienen un empleo están muchísimo mejor. Pero claro, el que está desempleado o el que vive de una jubilación mínima la están pasando muy mal. Un economista amigo me dijo que la economía argentina actual es como una sábana corta: “Si te tapás la cabeza no te podés tapar los pies. Entonces lo que hay que hacer es ir agrandando la sábana, hebra por hebra, hasta que cubra a toda la sociedad. Esto es lo que se llama acumulación de capital, un proceso penosamente lento”. Y la Iglesia, en lugar de entender esto y colaborar, se emputece con la parte negativa de la historia, lo cual, claro, no justifica que haya que silenciar a curas y obispos críticos por muy equivocados que estén.

—Sobre eso del capital tengo mis dudas. Desde el 96 que no se está invirtiendo nada en el país. Nadie trae un dólar a la Argentina para invertirlo productivamente. Todo lo que entra al país es capital financiero, más deuda. ¡Estamos viviendo de prestado y es nada más que para mantener el gasto público! ¿Hasta cuándo nos van a prestar dinero para que lo malgastemos? Además dicen, no sé si será cierto, que así como entra dinero prestado, los grandes ahorristas argentinos llevan sus dólares al Uruguay y a las islas Caimán.

—Vea, este...como se llama, estoy convencido de que la crisis económica comenzó en 1997, cuando Graciela Fernández Mijide le ganó la elección de la provincia de Buenos Aires a Hilda Chiche Duhalde. ¿Se acuerda? Ya entonces los Duhalde estaban enemistados con Menem.

—¡Lo estaban desde el Pacto de Olivos en 1993! —recordó Raimundo.

—¡Claro, hombre, si con ese pacto Menem y Alfonsín le birlaron al cabezón la candidatura presidencial que le habían prometido para 1995! Entonces el gobernador Duhalde comprende que no tiene apoyo popular, y que si aspiraba a presentarse en 1999 tiene que repartir plata. Y dicen que están dilapidando el dinero del Banco Provincia con una irresponsabilidad inaudita, todo por demagogia, por la ambición personal de un político sin carisma que quiere ser presidente de cualquier manera.

—Bien, pero, ¿y el proyecto de una nueva reelección de Menem para 1999? ¿No es peor? Porque es indudable que Menem no quiere dejar el poder. Dígame su opinión.

—Bueno, vea —respondió el abogado— los independientes como yo sentimos respeto por el doctor Fernando de la Rúa, y siempre lo imaginamos como un futuro buen presidente, no para transformar nada ni dejar su impronta en la historia, pero sí para mantener este modelo económico y administrar honradamente a la República.

—Yo lo voté para la Intendencia de Buenos Aires, así que pienso como usted. Pero desde que es jefe del gobierno de la ciudad me ha decepcionado hasta el extremo de inclinarme a sospechar que no posee ni el temperamento ni el liderazgo enérgico que se necesitan para gobernar desde la Casa Rosada.

—¡Pero claro, hombre! Si no puede controlar la propia tropa en la legislatura porteña, ¿cómo mierda va a liderar y disciplinar en el orden nacional a la heterogénea Alianza UCR-Frepaso? 

—Vea doctor —opinó don Raimundo—, esa Alianza fue para los independientes como un limpio amanecer después de una noche inquietante, una alternativa seria para librarnos de la corrupción enquistada en sectores del Justicialismo vinculados con el poder, y al mismo tiempo conservar los cambios revolucionarios que, le concedo, este gobierno ha logrado plasmar en el campo económico. Pero ahora, a tan solo nueve meses de aquel esperanzador pacto de Palermo, los que entonces aplaudimos con entusiasmo el nacimiento de la Alianza, hemos comenzado a dudar justificadamente de muchas cosas.

—¿Y qué le parece, esteee... cómo se llama? —lo interrumpió el doctor Gotieri—;  ¿Tiene la Alianza una real vocación de mantener este modelo de economía libre tan contrario a sus todavía no superados dogmas y prejuicios ideológicos? ¿Acaso el doctor Alfonsín, que es el que manda en el partido, se lo permitiría al dubitativo De la Rúa? ¿Y el inefable Chacho Álvarez? Por favor, ese sí que nos va a hundir a todos. Y no sólo eso, yo dudo sobre la voluntad de algunos de sus dirigentes para cimentar la frágil paz social y la reconciliación entre los argentinos sin reabrir las heridas del pasado... Para mí la Alianza es un engendro impresentable.

—Mi duda —dijo don Raimundo— es sobre la  madurez de sus principales figuras para gobernarnos con sensatez y con los pies puestos sobre la tierra. Vea, la señora Graciela Fernández Meijide, que acabamos de nombrar, con ser una dirigente respetable y hasta admirable en no pocos aspectos de su personalidad, no parece preparada para ejercer el poder. Carece de la necesaria experiencia de toda una vida dedicada a la política. Jamás administró una comuna, una empresa o un club de barrio.

—“Ella”, la condesa que le dicen, lo trató al Papa de boludo, y eso los católicos no podemos perdonarlo. (Ya había dicho de Menem, no sé si recuerda, que era el último caudillo plebeyo, vea qué acto fallido de desprecio por los sectores populares) ¿Sabe lo que le preguntó el Papa, en su precario italiano, a uno de sus asistentes? “¿Qui es questa signora quella che a detto che io non capisco di certe cose che mi scrivono?” —el abogado rió a carcajadas.

—Bueno, es que esa carta del Papa elogiándolo a Menem fue sin duda el resultado de una hábil maniobra política. En fin... Pero tampoco podemos esperar nada del peronismo. Vea, doctor, Duhalde causa pánico cuando propone reformar la Constitución provincial nada más que para prohibir por toda la eternidad la privatización del Banco de la Provincia, banco que está quebrado, según me han asegurado en la Orden, por los préstamos millonarios que le hizo a empresarios insolventes, que es lo que usted decía hace un rato. Eso me parece a mí que es muy poco serio. Además declaró enfáticamente hace un par de meses: “Yo no soy el continuador de este modelo económico”.

—Así es —asintió el letrado con expresión preocupada—; Duhalde insiste en no identificarse con este modelo. ¿Está loco? Si este gobierno ha acertado en algo, con todas sus lacras y limitaciones, es precisamente en el modelo económico. ¡Hay tanto por hacer y cambiar en el país! Empezando por bajar el gasto. Pero la economía está bien encaminada... esteee... cómo se llama... ¿Cómo puede decir el gobernador que no desea ser el continuador de un modelo que ha modernizado nuestra economía? Si criticara el excesivo gasto del Estado, estaríamos de acuerdo (fíjese que Menem duplicó el gasto público en su segunda presidencia, y ese desatino, acuérdese profesor, le va a explotar al próximo gobierno). Pero no, Duhalde —que a su vez despilfarra escandalosamente los recursos de su propia provincia (prácticamente la ha fundido, a pesar de recibir del gobierno nacional dos millones de dólares por día como “Fondo de reparación histórica”)—, no se preocupa por el gasto público ni por el excesivo endeudamiento para financiarlo. Él sólo critica el modelo de libre empresa. Es increíble...

—Pero parece que es así —respondió don Raimundo—. Y no se olvide que los radicales de la provincia son cómplices de Duhalde en este despilfarro.

—¡Qué le parece! Le votan todo lo que pide en la Legislatura, no investigan nada, no denuncian a nadie...

—Ahora dígame, ante esta realidad política, ¿qué opciones tenemos los independientes para 1999?

—Le contesto: hasta ahora (esta es mi humilde opinión, ¿eh?) el actual presidente es la única garantía de continuidad, consolidación y profundización de este modelo que, más allá de sus buenos resultados, tiene una ventaja que muy pocos han advertido: su capacidad para preservar sin ninguna fisura y sin ningún peligro la vigencia cada vez más sólida de nuestro sistema democrático.

—Pero doctor, usted es un hombre de derecho —replicó enérgicamente don Raimundo—, una nueva reelección está vedada por la Constitución, y ante todo debemos respetar la Ley.

—De acuerdo, de acuerdo, profesor. Reconozco que una nueva reelección, ya sea habilitada por un alambicado fallo de la Corte Suprema, o por una eventual reforma constitucional (que es políticamente impensable), no sería moral y afectaría seguramente la seriedad institucional del país.

—Exactamente. No digo que estaríamos ante un golpe de estado institucional como exagera la oposición, pero sí tendríamos una fuerte recaída en la confiabilidad ganada.

—Sin embargo, y aquí tal vez usted no comparta mi pensamiento —dijo el doctor Gotieri—, ante la gravedad institucional que implicaría equivocarnos en 1999 y que en lugar de seguir adelante, emprendiéramos un dramático retorno al pasado, deberíamos decidir cuál sería el mal menor: si afectar transitoriamente la seguridad jurídica del país con una reelección forzada, o lanzarnos a la incertidumbre, quizás todavía peor, que provocaría la dudosa continuidad del modelo y las reglas de juego económicas ante un gobierno de la oposición nada comprometido ideológicamente con la moderna economía de mercado.

—No, no, perdóneme doctor —respondió con firmeza don Raimundo—, el derecho son las alas de una república. En 1930, en el 55, en el 66 y en el trágico 76, muchos argentinos, millones de argentinos, estuvimos  absurdamente convencidos de que violar la Constitución era el mal menor. No volvamos a equivocarnos, por el amor de Dios: si queremos levantar vuelo tendremos que respetar para siempre la Constitución y aceptar con todos sus riesgos la alternancia democrática.

—Está bien, está bien, profesor —exclamó riendo de buena gana el abogado—, la suya es una posición genuinamente liberal, se lo reconozco. ¿Pero usted se ha puesto a pensar lo que pasaría en este pobre país si se derogara la convertibilidad y se devaluara el peso? Dios no lo quiera, pero hay muchos siniestros personajes que están apostando a este desenlace, verdadera tragedia para la mayoría de los argentinos, y yo creo que sin la garantía de Menem eso puede llegar a suceder. Pero está bien, respeto su punto de vista, usted habla como lo harían si vivieran esos grandes liberales que fueron Alberdi y Gregorio Marañón. Yo en cambio soy más pragmático. Pero ahora le digo algo: creo que no va a haber reelección, el presidente sabe que es imposible. Le está tirando carne a los perros, como dice César Jaroslavsky (ahí tiene usted a un hombre respetable de la política). Lo que pasa es que Menem se divierte con la oposición, los mantiene a todos hablando sobre ese tema, y de paso conserva intacto su poder en el último tramo de su gobierno.

—Lo más grave es la corrupción... Y creo que todos tenemos un poco la culpa... es como si hubiéramos canjeado estabilidad por tolerancia a la corrupción.

—Esteee... cómo se llama... hay una cosa muy fea: la venta de armas a Ecuador y Croacia; acuérdese, ese escándalo va a terminar mal...

Los dos hombres permanecieron un instante en silencio, pensativos y como distantes. Don Raimundo reanudó la charla:

—¿Quiere que le diga de qué manera podemos combatir a la corrupción?

—A ver...

—Con mujeres —contestó muy serio don Raimundo.

—¿Mujeres...? —preguntó extrañado el doctor Gotieri.
—Mujeres en el poder, la corrupción es machista, doctor...

—Ajá...

—Vea, no sé si fue Bossuet, el escritor francés, que dijo: “Las mujeres son extremas: o son mejores o son peores que los hombres”. Y es cierto, pero hay aspectos en los cuales ellas nos superan. Por ejemplo, está demostrado que tanto en los negocios privados como en la función pública hay más mujeres honradas que hombres honrados. Me refiero a la honradez como condición de probidad, de recto proceder.

—Esteee... cómo se llama...

—Vea, una estadística mundial asegura que sólo el 20 por ciento de los delitos son cometidos por mujeres. En términos generales se reconoce que en las funciones de supervisión oficial hay muy pocas mujeres que acepten coimas o utilicen su autoridad para obtener ventajas ilegales.

—En la caso Banco Nación-IBM, no hay mujeres involucradas...

—No sólo en ese negociado: de todos los casos de alta corrupción que se han conocido en los últimos años, sólo trascendieron los nombres de tres mujeres muy sospechadas, aunque no condenadas, por lo menos no hasta ahora.

—Tiene razón, profesor, esteee... cómo se llama; fíjese, en la purga policial de la provincia de Buenos Aires cayeron hasta ahora cientos de hombres y, que yo sepa, ninguna mujer policía.

—Ahí tiene, doctor, y mire que curioso contraste: leí los otros días que hay una sola mujer al frente de una comisaría en toda la provincia.

—Sí... —reflexionó el doctor Gotieri con la expresión de cautela de quien nunca antes había pensado en ello—, a uno le cuesta imaginar a una mujer oficial de policía  explotando a las pobres putas callejeras, o recaudando coimas de los quinieleros o yendo a buscar la pizza gratis,  ¿no?...

—Tal vez si las comisarías estuvieran conducidas por mujeres habría menos delincuencia en la calle y más rectitud y confiabilidad en la institución —opinó don Raimundo.

—Sí, pero... no sé... esteee... cómo se llama. Cabría esperar de las mujeres en algunos casos una mayor dureza e incluso algún grado de refinada crueldad con los delincuentes detenidos, porque también es sabido que la mujer cruel suele serlo mucho más que el más cruel de los hombres.

—Pero ese riesgo sería una excepción...

—¿Y qué pasa con la Justicia, esteee...cómo se llama? —dijo con repentino entusiasmo el doctor Gotieri—; vea, profesor,  no se si recuerda que el año pasado un tribunal compuesto por tres mujeres dictó ejemplares condenas a varios barras bravas de Boca Juniors. Y aquí, en Mar del Plata, ¿se acuerda del caso Monzón? El juicio oral que en el que se condenó al boxeador fue impecable y paradigmático. ¿Y quién lo presidió ejemplarmente?, una mujer, la doctora Ramos Fondeville. Para no hablar de la Suprema Corte federal: la única mujer que la integró en toda la historia, fue la eminente jurista Margarita Argúas, y no en tiempos de democracia.

—Le aclaro, doctor, que yo no soy sexista —aclaró don Raimundo—: me parecen repugnantes por igual el machismo y el feminismo. Creo que la mujer es tan inteligente como el hombre, aunque lo supera en sensibilidad e intuición. Tal vez en la Argentina ambos sexos estén habituados por igual a las pequeñas corruptelas de todos los días, pero por alguna razón intuitiva o quizás insospechadamente racional, ellas se detienen ante ciertos límites éticos, no saltan el último cerco como lo hacen muchos hombres.

—Pero hay cosas que un sexo hace mejor que el otro... esteee... cómo se llama...

—Claro, claro, por ejemplo: los hombres han sido hasta ahora más aptos para componer sinfonías, o para crear sistemas filosóficos; pero las mujeres suelen dejarlos atrás como escritoras, periodistas, pedagogas, psicólogas y trabajadoras sociales.

—Pero vea, todo es relativo. También se creía que los hombres jugábamos mejor al ajedrez, y Kasparov llegó a decir un día que jamás perdería una partida ni con una mujer ni con una computadora. La computadora Deep Blue lo hizo mierda. Pero lo gracioso es que ahora la húngara Judit Polgar desafió públicamente Deep Blue, ¡Mire si derrota a la computadora que derrotó a Kasparov!

—Sería un doble fracaso que ese genio se merecería por machista. Mire, doctor, por una cuestión de discriminación sexista que aún practicamos por igual tanto hombres como mujeres, todavía éstas no han podido demostrar lo que para mí es su principal virtud: la honradez en la función pública. Es que ni las mujeres se han animado a meterse en esas actividades ni la sociedad las ha aceptado como cosa normal.

—¡Si ni siquiera permitimos que sean árbitras de fútbol!

—Pero seguramente todos ganaríamos en moral y buenos ejemplos —remató don Raimundo, admirado de la pasividad conformista con que el letrado aceptada sus puntos de vista— si un auténtico cambio cultural y mental favoreciera que por lo menos la mitad de nuestros jueces, legisladores, ministros y policías fueran mujeres...

—Y la otra mitad aprendiera de ellas.

—Eso mismo, bueno, parece que hemos coincidido.

—Es que tengo cinco hermanas, tres hijas y dos nietas, profesor —se justificó el doctor Gotieri a las carcajadas—; ya estoy amortizado, ¿cómo no le voy a dar la razón?

Permanecieron unos segundos en silencio, como reflexionando sobre lo que acababan de conversar. El abogado, que te­nía evidentes simpatías por el gobierno del doctor Menem, retomó el tema:

―Vea, profesor, yo se que todavía tendrán que pasar muchos años, pero la historia le va a reconocer a Menem muchas cosas buenas que hizo.

―Con todo respeto, doctor, yo creo que lo vamos a recordar como el jefe de una banda de ladrones, y no se ofenda.

―No le niego que haya mucha corrupción, pero vayamos a los hechos políticos.
 

―A ver…

Yo creo que se le reconocerán muchos méritos, porque le guste o no, bien o mal, este personaje cambió a la Argentina, la dio vuelta como a un guante. No, espere, no me interrumpa: es verdad lo que le digo, y si usted es honrado no me lo puede negar. Este presidente tan desgastado y debilitado en el ocaso de su último mandato, con cerca del 70 por ciento de la población en contra, según las últimas encuestas, demostró poseer las tres condiciones de todo gran político: saber anticiparse a los hechos, generar situaciones de singularidad histórica y, sobre todo, tener una enorme habilidad para usar a los demás. En esto último fue un maestro. Nadie como él ha sabido manipular el magma humano. No solo sus compañeros y aliados fueron piezas solícitas en su ajedrez político, también sus adversarios bailaron con su música, y hasta grandes personalidades mundiales, hechizados todos por su estilo y su formidable voluntad de poder. Es verdad que este maestro de la política no pudo, no supo o no quiso extirpar la escandalosa corrupción que contaminó a su propio entorno, pero…

―¿Cómo, su entorno? ¡Él fue el jefe, el organizó la corrupción!

―Déjeme hablar. Acépteme que ha sido un hombre de acción, un político, no un intelectual ni un moralista. La Historia lo juzgará por las reformas concretadas, no por su inescrupulosidad, tan propia de los genios de la política (Julio Cesar, Mirabeau, Napoleón). La izquierda lírica y rencorosa, en cuyas filas militan todavía tantos intelectuales, periodistas y artistas (tal vez usted sea uno de ellos, y créame que lo comprendería, y hasta le prodigaría mi más tierna y piadosa simpatía), nunca le perdonará que una revolución liberal tan drástica se haya hecho en democracia y desde un partido con base obrera como el peronista. Por eso intentarán acentuar su desprestigio una vez que se haya ido. Pero seguramente ningún historiador inteligente va a pasar por alto su clarividencia política.

―En primer lugar yo no soy un izquierdista, soy, sí un progresista con sensibilidad social. Y no sé qué clarividencia le atribuye a Menem.

―Vamos, profesor, usted lo sabe como yo: cuando en 1989 inició las transformaciones que modernizaron a la Argentina, el mundo aún conservaba su estructura ideológica decadente: los sandinistas gobernaban en Nicaragua, Ceausescu, el tirano de Rumania, todavía no había sido llevado al paredón, Lech Walesa luchaba desde el llano contra la dictadura comunista de Polonia, la estatua de Lenin aún se erguía siniestra y rectora en todas las plazas de la Europa del Este, Augusto Pinochet era dictador de Chile, la
perestroika tambaleaba ante el poder conservador en la hoy inexistente URSS y, lo más emblemático de todo, aún no había caído el muro de Berlín. ¿Le parece poco? Puso a la argentina en el mundo moderno.

―No sé, como le dije, no entiendo mucho de política. Supongamos que usted tiene razón, pero ¿qué ejemplo está dando? Es un personaje ridículo, frívolo, superficial, sin cultura.

―Bueno, esas son apreciaciones subjetivas… ―El abogado parecía fastidiado de discutir con alguien que no veía el fondo de lo que para él era un proceso de cambio trascendental.

Hablaron algunos minutos más de fútbol y del próximo Mundial y se despidieron. Don Raimundo prefirió volver a su hotel caminando. Pensaba en Griselda.


Enrique Arenz 1999 - Derechos reservados. 
Prohibida su reproducción

La novela  Las mandrágoras han dado olor fue editada en 1999 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección:

Las mandrágoras han dado olor
Novela de la era menemista

miércoles, 23 de diciembre de 2015

NAVIDAD EN NUEVA YORK


UNA NAVIDAD SIN NIEVE, 
CON LLUVIA Y ¡CALUROSA!


En esta Navidad Nueva York no solo no está nevada, hace calor y llueve todos los días. Los neoyorkinos están desconcertados, esto no había ocurrido nunca, según recuerdan. Y los que estamos de paseo, que vinimos preparados con ropa de abrigo para -10° centígrados (bajo cero), no sabemos cómo vestirnos porque la temperatura está oscilando entre los 15° y los 20°. En este momento, 20,30 del 23 de diciembre, está lloviendo torrencialmente. Cruzo los dedos para que mañana, Nochebuena, el mal tiempo nos permita llegar al restaurante Tonys, en la zona de Brodway, donde tenemos una reserva para las 23.

De todas maneras Nueva York es siempre una hermosa y gran ciudad que luce sus galas navideñas con todo su esplendor. A continuación agrego algunas fotos tomadas estos días.





























lunes, 30 de noviembre de 2015

Nuevo cuento de Navidad


Me llamo Matute, ladro y ando en cuatro patas. Pero soy algo más, soy un ángel enviado al futuro para ayudar a una familia que vivirá en el año 2315.

Ah, pero no querrán saber lo que vi en ese futuro desolador: la gente ya no festeja la Navidad, Dios ha sido olvidado y las iglesias, transformadas en bingos y centros comerciales.

(Hacer clic aquí para continuar leyendo este cuento en el sitio oficial del autor)


miércoles, 2 de septiembre de 2015

De mi novela LAS MANDRÁGORAS HAN DADO OLOR (Advertencia: este texto puede herir los sentimientos de personas religiosas muy sensibles)


Capítulo 22
LAS TRIBULACIONES DE
MONSEÑOR BONETTO

El superior general quedó pálido e inmóvil. Griselda Teleman acababa de retirarse indignada. Le temblaban las manos y sentía una ingrata opresión en el pecho. Es verdad que la exaltada docente no había llegado al insulto (aunque había estado en el límite del desquicio), pero las cosas que le dijo fueron tan duras e hirientes, y las acusaciones tan oprobiosas, que lo habían aplastado como nunca antes en su vida. No ignoraba que los cargos eran fundados, sabía que él y la Orden habían actuado mal con el profesor Argenta, con la joven que acababa de retirarse y con las honorables autoridades de los Institutos de Mar del Plata.
Comprendía ahora que se había dejado llevar por su ambición personal y por los envolventes designios del régimen de corrupción en cuyo mecanismo triturador se había introducido para ser un engranaje secundario más. Claro, en principio él lo había hecho con el sano propósito de colaborar con un gobierno que había producido transformaciones tan importantes para el país. ¿Acaso no había que hacer algo con los excesos de los obispos que ponían en peligro esas reformas que el doctor Menem —el segundo Roca de la historia, según él lo creía con sinceridad—, estaba llevando a cabo con tanto patriotismo y valor personal?
El plan, ciertamente, no ha sido ético. ¿Pero acaso en política el fin no ha justificado siempre los medios? No, eso es horrible, no puede aceptarse, es inmoral... He ahí la diferencia entre Maquiavelo y el gran pensador católico Jacobo Maritain. Maquiavelo pretendía en política el éxito inmediato. Maritain, en cambio, sostenía sabiamente que el gobernante que sacrificaba todo al deseo de ver con sus propios ojos el triunfo de la política es un mal gobernante y pervierte la política, porque mide el tiempo de maduración del bien político conforme a los breves años de su propio y personal tiempo individual.
Pero si el plan hubiera pasado inadvertido, si esa joven no hubiera descubierto la trama secreta, el abuso contra aquellas buenas personas habría significado tal vez un mal menor frente a los graves peligros (¡males mucho peores!) que gracias a Dios hemos logrado conjurar a tiempo. Lo malo es que se supo... Pero Bonetto sabía que había procedido mal, lo sentía en lo profundo de su corazón, y eso lo angustiaba. Era un hombre de Dios, estaba obligado a discernir entre el recto camino y la conducta tortuosa e impropia.
Llamó a su secretario y le ordenó que cancelara su viaje al Sur, porque no se sentía bien. Se recluyó en sus aposentos privados y ordenó que nadie lo molestara. El antiguo pero amplio y bien amueblado departamento del cuarto piso, que era la vivienda permanente del superior general, estaba totalmente a oscuras. Encendió un velador de luz tenue, tomó un ansiolítico, se sirvió un whisky y se arrojó en su sillón predilecto para relajarse y reflexionar sobre todo aquello que había comenzado a perturbarlo espantosamente.
Hizo algunas llamadas telefónicas a distintas personalidades y finalmente quedó en silencio, con el segundo vaso de whisky en la mano y la mirada perdida. Recordó su infancia. Su madre, tan bondadosa y tierna, orgullosa de que su hijo tuviera vocación religiosa. Y era una vocación auténtica, amaba a la gente y siempre trataba de ayudar a quienes lo necesitaban. El seminario no le había resultado una carga. Fueron años felices, entregados a Dios y al estudio, con el sueño indeclinable de ser un día sacerdote y docente. Amaba la enseñanza y le encantaba la compañía de los jóvenes a quienes siempre aconsejaba correctamente. Recordaba que en todo momento tuvo buenos sentimientos, siempre fue honesto con las personas, leal con los amigos y afectuoso con sus familiares. Siempre había sabido perdonar las ofensas y había sido incapaz de una venganza o de un acto indebido. Bueno, casi siempre...
Estaba el recuerdo de Dorita, claro. Él era un joven sacerdote recién ordenado cuando aquella catequista lo sedujo inesperadamente. Sonrió con emoción. Ella se le había declarado. Pobre Dorita, era de una pureza total, creyente y bondadosa. Pero el joven sacerdote la había deslumbrado. Tenía su pinta, pero él nunca había dado lugar a situaciones comprometedoras. Y la verdad es que la chica lo atraía y a veces lo perturbaba. Finalmente la joven, tan inocente y tímida como parecía, había tomado la iniciativa. Se lo dijo directamente: No puedo dejar de pensar en usted, padre. Necesito que me ayude a sacarme este pecado de encima, que Dios me perdone. Ante la sorpresa de Segismundo que había quedado sin palabras, le pidió que la confesara ahí mismo, en la sala de lectura de la Orden, para poder quitarse esa atormentadora carga de su conciencia. Y el joven sacerdote, confundido y nervioso, en lugar de derivarla a otro sacerdote como debió habérselo aconsejado el sentido común, aceptó lo que la enamorada le pedía. Se puso la estola litúrgica y se sentó tembloroso en una silla. Dorita se arrodillo junto a él con la mirada fija en el piso y le dijo que estaba terriblemente enamorada de él, que no podía tener un minuto de paz y que la dominaban fantasías eróticas que transformaban sus sueños en escenas infernales que la llenaban de culpa. Le contó algunos de esos sueños, y el pobre Bonetto sintió que la testosterona aceleraba sus incursiones novedosas por todos los rincones de su cuerpo. Había hecho un esfuerzo por dominar la inquietud carnal que lo oprimía. En cierto punto, advirtió con alarma que el acto sacramental de la confesión se estaba distorsionando escandalosamente; eso no era más que una escena de amor pasional inadmisible para los votos sacerdotales. Quiso resistirse e intentó concentrarse en su solemne misión de confesor. Pero en lugar de cortar todo aquello e imponerle a Dorita una penitencia de manera de disipar la peligrosa situación (o tal vez —siempre tuvo esta duda—, impulsado por una libido inconsciente) le requirió a la joven detalles de sus malos pensamientos, y ella le dijo que lo soñaba desnudo, que acariciaba y besaba sus genitales, que los dos se entregaban desesperadamente a coitos interminables, y que estos malos pensamientos la llevaban a masturbarse todas las noches; que sabía que lo que le estaba sucediendo era una cosa espantosa, que era creyente y quería cumplir con las leyes de Dios, que necesitaba confesar todos esos pecados, comulgar y tratar de sacarse esa obsesión de su mente.
“¡Ayúdeme, padre Segismundo!”, le había implorado mientras en un gesto convulsivo abrazaba las piernas de Bonetto.
Mientras recordaba esos lejanos pero siempre presentes sucesos, el superior general bebió un largo trago de whisky. Qué curioso, habían transcurrido más de cincuenta años desde aquel episodio y le parecía tan cercano en el tiempo. Evocaba con nitidez las escenas que siguieron. Ella, entre llantos, suspiros y gestos involuntarios había acercado su mano al pene del joven sacerdote. Cuando sintió debajo de la sotana la formidable erección que aquél había tenido contra su voluntad, perdió la cabeza y le pidió que la hiciera suya.
Lo demás sucedió vertiginosamente. Aún con la estola colocada sobre su cuello, se arrojó al piso y desfloró a medías a la catequista en un acto que había durado segundos. Fue la primera y única vez que había poseído a esa mujer. Los dos se arrepintieron enseguida. La chica desapareció del colegio y no volvió a saber nada de ella. Él debió recluirse en un retiro espiritual para poder sobrellevar la culpa, y, lo que le resultó aún más difícil, sacarse a aquella mujer de su cabeza, propósito que nunca había logrado totalmente.
Con la ayuda de otro cura que lo asistió espiritualmente, pudo regresar a la normalidad sacerdotal con algún alivio de conciencia. Pero nunca fue la misma persona. Sabía que así como había cedido ante la tentación de la carne una vez, lo haría muchas otra veces en su vida, y esto lo aterraba.
Sin embargo su vocación sacerdotal no ofrecía fisuras y ese temor a recaer no lo hizo dudar a la hora de seguir adelante por el camino elegido.
Pero el episodio cambió su vida. Los fugaces instantes de intensa voluptuosidad que había vivido con Dorita no se borraban nunca de su mente. Se esforzó entonces en el estudio y en su carrera dentro de la Orden de San Orán. Obtuvo su doctorado en teología y pronto ocupó importantes cátedras y cargos administrativos en la orden. Pasaron los años, fue director en distintos institutos del interior, y, ya en la madurez, fue designado superior general de la Congregación para la República Argentina. Ahora había pasado los setenta años y se sentía satisfecho con todo lo realizado en su vida, pero...ah, aun hoy, en la vejez, recuerda los momentos pasionales vividos aquella tarde en su juventud y no puede evitar excitarse como cuando tenía veinte años. Una vez le había preguntado a un cardenal italiano de ochenta y nueve años en qué momento de nuestra vejez nos veíamos liberados de la tiranía del sexo. Y el anciano purpurado le había contestado: “Todavía no lo sé”.
¡El hedonismo! Instinto antiguo como el hombre mismo que había sido reprimido por casi todas las corrientes filosóficas. El placer es siempre rechazado, menospreciado, reducido en provecho de otros valores considerados más trascendentales. Recordaba conceptos polémicos del semiólogo Rolan Barthes quien afirmaba que el rival victorioso del hedonismo es el deseo pero nunca el placer, el deseo tendría una dignidad epistémica pero el placer no. Se diría que la sociedad rechaza de tal manera el goce que no puede sino producir epistemologías de la ley, nunca de su ausencia o de su nulidad. Es llamativa esta permanencia filosófica del deseo en tanto nunca es satisfecho. Y se preguntaba el intelectual francés: ¿El deseo no denotaría una idea de clase? Presunción de una prueba bastante grosera aunque muy notoria: lo popular no conoce el deseo, sólo placeres.
La maldita política... Se había metido mucho con funcionarios y legisladores del gobierno menemista. ¿Por qué lo había hecho? Para ayudar; uno cree en ciertas ideas y... Pero también he sido ambicioso. Señor, sé que hoy, como aquélla tarde con Dorita, no soy digno ni siquiera de hablarte. Creo que he procedido mal. ¿Pero procedí realmente mal? Si, sin duda, usé miserablemente a ese pobre hombre y a otros dignos docentes de nuestra Orden. Además, todo tuvo como objetivo remover al correcto obispo de Mar del Plata. Es horrible lo que hemos hecho... Pero el fin era bueno, yo al menos en ese momento estaba convencido de que los planes del canciller eran una cuestión de Estado muy importante. Y creo que los objetivos alcanzado son satisfactorios. Y yo tengo posibilidades de ser designado Secretario de Cultos, y con esa autoridad podré ser útil a la gente y a mi Iglesia. Lo malo es que esta chica lo ha descubierto todo y yo me siento avergonzado por eso... Además, ella podría denunciarlo públicamente y entonces... No, tal vez no se atreva, se expondría a perder su empleo. Ella ha de tener, como todos, sus ambiciones y, sobre todo, sus necesidades materiales. Pero lo hicimos bien, salió todo tan limpio, tan bien planificado que, por momentos me he sentido orgulloso de mi capacidad. Al fin y al cabo la Iglesia es una organización eminentemente política donde imperan las pasiones, los egoísmos, las ambiciones como en toda organización humana. Aunque... se dice que Dios nos quiere a los sacerdotes en el mundo, pero no del mundo... ¡Pero si hasta San Francisco debió enfrentarse a la curia Romana y actuar en consecuencia políticamente! La historia de la Iglesia es un compendio de luchas intestinas y personalidades enfrentadas.
Se sirvió otro whisky. Su mente vagaba ahora anárquicamente. Pensó en Dorita. Tan rápido había sido todo que ni siquiera atinó a desvestirla. Se rió amargamente. Si él no llegó a sacarse ni la sotana, apenas si se había bajado los pantalones... no, fue Dorita quien le desprendió el cinturón, le desabrochó la bragueta y le bajó los pantalones. ¡A ella ni la bombacha llegó a quitarle! Se la corrió para un costado y la penetró a medías. La eyaculación había sido inmediata. Pobre Dorita, tan desesperada que estaba y seguramente no tuvo tiempo de sentir nada. El profesor Argenta es una buena persona, no debí exponerlo... Lo que más lo horrorizó de aquella inesperada aventura es que manchó con semen la estola litúrgica, y ese hecho sacrílego lo atormentó  toda su vida. Tenía guardada esa estola aún con las marcas delatoras. Un hombre creyente como él no podía perdonarse el haber perpetrado ese ultraje.
Se sirvió el cuarto whisky. Estaba casi ebrio. Los objetos de la sala en penumbras habían comenzado a dar vueltas. Los estantes de la biblioteca repleta de libros parecían oscilar en movimientos ondulantes. Se acordaba de su madre, de Dorita, de los sacerdotes que había tenido que dejar en el camino para escalar posiciones. ¡Qué obsesión por alcanzar mayores jerarquías dentro de la Orden! Es que o bien pensaba en las mujeres o concentraba todos sus esfuerzos en su perfeccionamiento intelectual y en sus ascensos dentro de la estructura de su Congregación. Muy de tanto en tanto, cuando viajaba al exterior, solía caer en la tentación de tener contacto con alguna prostituta. Siempre buscaba mujeres maduras para sentirse más seguro y evitar problemas. Había pasado ya los cincuenta años cuando conoció en Roma a una tal Celina que uno de los conserjes del hotel le había recomendado. La recibió en su habitación con muy poca luz, como era su costumbre, por lo cual no observó nada anormal. Cuando ella ya se había vestido para retirarse y Segismundo la miró por primera vez a los ojos para pagarle, tuvo un sobresalto. Esa mujer tenía un asombroso parecido con Dorita, aunque con treinta años más. No se atrevió a interrogarla. Celina pareció ruborizarse, bajó la mirada, guardó el dinero en su cartera y se fue con un saludo en italiano casi inarticulado. ¿Era Dorita? Nunca lo supo, probablemente no, pero la sospecha de que hubiese sido ella lo atenaceaba desde entonces.
Entretanto había adquirido respetabilidad y poder dentro de la Orden. Pero claro, ya había llegado al pináculo y no era posible avanzar más. Por eso se interesaba en la política. Tengo que poner límites a mi ambición, esta vez me he excedido... ¿Pero acaso no me he excedido otras veces? No fue fácil llegar a superior general, y para lograrlo y evitar que otros me hagan a un lado tuve que usar estrategias a veces inescrupulosas. Si, he sido un inescrupuloso, que Dios me perdone... Tengo que rezarle a la Virgen.
Se levantó con dificultad, y tambaleando se dirigió hacia el reclinatorio que frente a una pequeña imagen de la Virgen de los desamparados, de la cual Segismundo era devoto, ocupaba un pedestal de mármol en un ángulo de la amplia biblioteca. Se arrodilló y comenzó a orar. Permaneció así durante algunos minutos. Levantó la vista para mirar a la Virgen y tuvo un sobresalto. En lugar de la estatuilla de la Virgen se erguía, sobre la plataforma, un repugnante escuerzo de color violáceo que lo llenó de espanto. Era un ser de horribles facciones que respiraba ruidosamente y lo miraba con ojos feroces y la boca entreabierta de la que se escurría una baba espumosa y amarillenta. Quedó paralizado mirando esa figura horrorosa. Trató de tranquilizarse. Sabía que no se debe mezclar el alcohol con antidepresivos porque pueden provocar visiones distorsionadas. Allí hay una imagen de la Virgen de los desamparados, y yo, por una mala jugada de mi mente conturbada, creo estar viendo una figura horrenda. Seguramente es mi estado de ánimo mezclado con este desarreglo que he hecho...
—Yo no lo creo —dijo el escuerzo con una voz ronca y desagradable.
—¿Quién... es usted? —balbució monseñor Bonetto.
—Soy un representante de Satanás y ha venido en nombre de mi Señor para decirte que en el Infierno estamos todos muy orgullosos de vos.
—¡Soy un hombre de Dios! ¡No tengo nada que ver con ustedes, malditos... batracios, o lo que sean! —gritó Bonetto exaltado.
El escuerzo rió a carcajadas.
—Has hecho, querido Bonetto, demasiados méritos para pasar a este lado. Estás muy lejos de ese Innombrable de quien te sentís uno de sus ministros en la Tierra.
—Soy un pecador, pero eso no me hace merecedor del Infierno.
—¿Pecador? Vaya...
—Lo de Dorita fue un momento de debilidad... Y he pagado esa falta con un remordimiento permanente.
—Amigo mío, lo de Dorita fue un acto humano, Nadie es castigado por esa nimiedad. Has hecho otras cosas peores con las cuales nos has honrado sobremanera.
—¿Qué he hecho que me aparte del Señor y me arroje a ustedes, malditos espantajos?
—Has hecho preciosidades, verdaderas delicattessen: has traicionado, has mentido, has conspirado, has abusado de las buenas personas, te has ofrecido como instrumento de los políticos corruptos, has tenido ambiciones desmedidas, has pisado la honra de los demás para trepar. ¡Cuánto te amamos, Segismundo, has sido un trepador hijo de puta!
—¡Basta, maldito súcubo, bicho inmundo, te voy a aplastar!
Bonetto tomó un candelabro y golpeó ferozmente al escuerzo que comenzó a proferir gritos de dolor y a despedir haces luminosos y olores tan penetrantes y fétidos que hicieron vomitar a Bonetto sobre la bien cuidada alfombra. Cuando el superior general se sintió aliviado de sus violentos espasmos estomacales, se produje un profundo silencio. Se incorporó y miró hacia el piso donde debió de haber caído el animalejo reventado a golpes. Sobre la alfombra, partida en veinte pedazos, yacía la estatuilla de la Virgen. Bonetto, desesperado, se arrojó sobre los trozos de yeso y, llorando, le pidió perdón a la madre de Dios.


Enrique Arenz 1999 - Derechos reservados. Prohibida su reproducción

La novela Las mandrágoras han dado olor fue editada en 1999 y está agotada. Puede bajarse gratuitamente de la página web del autor haciendo clic en el ícono PDF en la siguiente dirección: