sábado, 30 de julio de 2016

LA SOCIEDAD DE LOS POETAS AUDACES

Capítulo 8 de mi novela Marplateros


LA SOCIEDAD DE LOS POETAS AUDACES

“Mira que eres el que no ha poco 
no fuiste; y el que siendo, eres poco; y el 
que de aquí a poco no serás nada; verás cómo 
tu vanidad se castiga y se da por vencida”.



Francisco de Quevedo



Mar del Plata, dio tres talentos de renombre mundial: Guillermo Vilas, Astor Piazzola y Manuel Antonio Rego, pero nunca sabremos a cuántos hundió en la oscuridad.

Manolo Rego, un virtuoso del piano casi olvidado

Discutimos si Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata o en Tandil, pero no decimos que, si hubiera vivido aquí, hoy probablemente no sabríamos quién fue.

Manolo Rego pudo elegir un brillante destino europeo, pero amaba a su ciudad y quiso vivir en ella. Los marplatenses viejos lo recuerdan como el gordito del piano, que debutó en los ’40 en el programa radial “El club de Norma y Susana”, creado y conducido por el inolvidable docente y periodista Rouget Oscar Espinoza. Los melómanos más jóvenes lo evocan como el director del Quinteto Rego, un empleo municipal desvalorizado por políticos sordos, con el que se jubiló desilusionado poco antes de morir. Pero Rego fue más, muchísimo más que eso: en sus giras internacionales se lo reconoció como uno de los diez mejores pianistas del mundo. Nadie interpretó a Mozart con la perfección con que él lo hacía. Al preferir Mar del Plata a París o a Mónaco, entregó su pro­metedor destino a la indiferencia y el olvido.

¿Y Astor Piazzola? Yo tengo muy presentes los años ‘60, cuando en Mar del Plata despotricaban contra él intelectuales, algunos locutores radiales, críticos, periodistas y tangueros en general. Decían que “eso” no era tango y que sus orquestaciones vanguardistas estropeaban los tangos clásicos. ¡La Cumparsita arreglada por Piazzola, vaya atrevimiento!


Es verdad que este rechazo se daba por igual en todo el país, no sólo aquí, pero Mar del Plata era su cuna, debió escudarlo en lugar de sumarse al coro de retrógrados. Yo puedo decirlo porque estuve entre los pocos entusiastas que lo bancaban a muerte, remando contra una marea de necedad inaudita.


Ahora somos todos piazzolistas. Algunos políticos hasta lograron cambiarle el nombre al aeropuerto marplatense y ponerle el de Astor Piazzola, como si Mar del Plata tuviera algún derecho de usar con fines turísticos ese apellido universalmente ilustre. Faltaría ahora que alguna fábrica de pescado pusiera su fotografía en las latas de sardinas.




Pero hablemos de los poetas. ¿Cuántos han sobresalido en esta ciudad? Algunos, muy pocos, y siempre con un brillo tenue. Aunque, paradojalmente, en ninguna parte del mundo debe de haber tantos poetas como aquí.


Inflación lírica podríamos llamar a esta empalagosa superpoblación.


No exagero. Hay entre treinta y cuarenta pequeñas sociedades que los agrupan, un centenar de talleres literarios y no menos de veinte publicaciones literarias circulando, casi todas de efímera duración pero que van siendo reemplazadas a medida que desaparecen. Si calculamos un promedio de veinte poetas por cada grupo, taller o publicación (digo veinte porque ese es el número máximo de miembros que una sociedad literaria soporta sin dividirse), y sin contar a los poetas autónomos, los solitarios y los malditos, tenemos una muchedumbre de más de tres mil almas plumíferas.


¿Debiéramos alegrarnos o estremecernos?

Desde ya no emito opinión sobre las cualidades literarias de cada uno de ellos porque a la mayoría no los he leído. Pero diré dos cosas antipáticas. Primero, si hubiera entre esa multitud algún genio, Mar del Plata se va a encargar de ahogarlo. Segundo, de los muchos que conozco, con excepción de cuatro verdaderos artistas, tal vez cinco, y podría estirarme con esfuerzo hasta seis, cuyas obras me han conmovido o, por lo menos, asombrado (dos de ellos no son marplatenses, aunque residen aquí), toda la otra producción que pude leer o escuchar es un espanto.


Hay poetas que han escrito durante treinta o cuarenta años y que jamás crearon una metáfora original. Otros abusan de la poe­sía vanguardista, espacio donde no siempre es fácil diferenciar la joya del desecho. Borges recordaba este epigrama de Oscar Wilde: “Si no fuera por las formas clásicas del verso, estaríamos a merced del genio”.  “Que es lo que pasa ahora ―agregaba Borges, refiriéndose a estos embaucadores―; ya que todo el mundo se considera genial, es decir, irresponsable”. Y remataba con esta agudeza: “Si usted no toma la precaución de ser Walt Whitman o de ser Carl Sandburg, lo que se llama verso libre es realmente mala prosa” 1.


En fin, los hay oficinescos y ripiosos, los que no tienen oído musical, los enamorados del gerundio, los que se desintegran en diarreas adverbiales y los que no corrigen ni la más desubicada sinalefa.


Una definición perfecta de poesía se la debemos al editor y librero porteño Aldo Pellegrini: “Se llama poesía a todo aquello que cierra la puerta a los imbéciles”. Perfecta porque le cabe tanto a los poetas como a los lectores.


Aunque Borges también escribió: “No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito uno de los mejores poemas de la literatura, pero también los más desdichados”.2

Pareciera que Mar del Plata tiene la triste misión de ser tumba de artistas y Olimpo de farsantes. Tal vez por negar a los primeros, proliferan como hongos los segundos.


Pero los defectos de oficio y de sensibilidad de estos poetas audaces no son nada comparados con la vanidad, la petulancia, el egocentrismo que los caracteriza, pero no sólo a ellos, también a los auténticos poetas y a casi todos los escritores. Y aquí me incluyo en las generalidades del reproche, aunque diré en mi defensa que he luchado heroicamente para desprenderme de esa lacra.


Algo hace que nos sintamos o nos imaginemos superiores a los demás. No sucede con otros artistas, lo vemos raramente entre los deportistas y casi nunca en los científicos. ¿Qué hace que en los escritores la humildad sea una rareza? No lo sé, pero en nosotros la vanidad es una pulsión difícil de domar, aunque no imposible si se toma conciencia de su ridícula estridencia.


Voy a relatar dos episodios, separados por décadas, que muestran la vigencia inmarcesible de esta exagerada exaltación de la propia personalidad literaria.


Cuando yo estudiaba en la Escuela de Periodismo “Domingo F. Sarmiento”, entre 1957 y 1960, conocí a un señor de cincuenta años que estudiaba con nosotros, a quien llamaremos Casimiro H., que se dio a conocer como autor de ocho novelas inéditas.


Casimiro nos reunió a quienes mostrábamos inclinaciones por la escritura literaria y nos propuso formar una nueva sociedad de escritores y poetas marplatenses.


Muy hablador este señor Casimiro, nos decía que él no tenía ningún interés personal, que era un hombre grande ya despojado de ambiciones, que sólo que­ría ayudar a los jóvenes y ofrecerles consejos y estímulo.


A mí me sonaban falsos su discurso, su modestia y su proclamado desinterés personal. En primer lugar me parecía inverosímil que hubiera escrito ocho libros cuando en clase no podía redactar un simple suelto periodístico sin ayuda del profesor.


No me interesó participar de ese grupo.


Meses más tarde me encuentro con mis amigos y compañeros de la escuela de periodismo Bebe, Dorito y Cauca, en la confitería Saint James para tomar un café. Nos acabábamos de sentar cuando descubrimos, a pocos metros de nosotros, una larga mesa en la que se habían reunido unas dieciocho personas, muchas mujeres maduras elegantemente vestidas, y pocos hombres, todos de saco y corbata. ¿Y quién estaba en la cabecera de la mesa? El señor Casimiro.


Nos quedamos observado los acontecimientos con disimulo, procurando pasar inadvertidos ya que muchas de aquellas personas nos conocían.

Toman té y café con masas y torta y conversan animadamente hasta que una de las damas se pone de pie y todos hacen silencio.


La mujer perora un discurso vueltero sobre las satisfacciones espirituales que todos habían obtenido de la sociedad de escritores y poetas fundada por iniciativa del generoso señor Casimiro, un gran escritor que les ha­bía dado su vasta experiencia intelectual, y a quien esa tarde se proponían sorprender con un merecido homenaje por todo lo que este artista representaba para ellos y para las letras marplatenses. Dicho esencialmente esto, aunque con mucha retórica, demasiadas palabras y empalagosas solemnidades, la dama toma un ramo de flores que descansaba sobre una silla y se lo ofrece al presidente.


Don Casimiro, con emoción lacrimosa (probablemente auténtica, porque la vanidad nos vuelve muy sensibles a las fatuidades que nos miman), toma las flores, besa la mano de la mujer y pronuncia un discurso de agradecimiento. Dice que no se lo esperaba, que de haberlo sabido se habría negado porque el poeta debe ser humilde, como el gran Hölderling, como lo fue Dante, y que el lugar de un poeta es la soledad, el trabajo ermitaño, la forja de las imágenes y la filigrana de las palabras, y qué se yo cuántas sandeces por el estilo.


Pero eso no fue todo. El señor Casimiro tenía preparado, a su vez, ofrecer una demostración a otros presentes. Nombró uno por uno a ocho personas a quienes entregó un pergamino que los declaraba “poetas del año”, porque habían publicado sendos sonetos en una antología cooperativa.


Cumplido este acto de reconocimiento, mencionó a otras nueve personas presentes por sus méritos literarios demostrados en el taller de la sociedad, y le pidió a la secretaria que les hiciera entrega de sendos zarcillos para usar en la solapa.


Nosotros que habíamos seguido incrédulamente las sucesivas premiaciones, notamos con asombro, que todos los contertulios, absolutamente todos, habían sido galardonados, todos fueron mencionados con nombre y apellido y recibido por igual elogios y ternuras.


No lo podíamos creer, pero todavía faltaba la última parte, la lectura de los poemas de los premiados. Se fueron parando de a uno para leer su madrigal. El cierre quedó para el señor Casimiro, quien leyó un capítulo de una de sus ocho novelas gloriosamente inéditas. Jamás escuché o leí un texto tan infortunado, plagado de cursile­rías, anacolutos y lugares comunes hasta la indigestión.


Pasaron algo más de cuatro décadas. Yo había escrito durante diez años en el diario La Prensa (hasta 1994) y era asiduo colaborador del diario marplatense La Capital. Además, ya había publicado algunos libros. No diré que era conocido, pero tenía un pequeño círculo de lectores, sobre todo en Buenos Aires, por mis artículos de opinión publicados en La Prensa y, anteriormente, en Correo de la Semana.


Tengo el placer de conocer a una escritora porteña radicada en Mar del Plata, muy seria, erudita, excelente poeta y con una importante trayectoria intelectual, y a través de ella tomo contacto con un grupo de poetas y escritores que se reúnen bajo su liderazgo. Algunas de estas amables personas me leen y hasta comentan elogiosamente mis libros en un programa radial que emiten por una FM.  


Me invitan a sus reuniones pero nunca voy. Quieren llevarme como entrevistado a su programa radial pero no acepto. Como no quiero ser descortés les pongo como excusa que soy un insociable, lo cual es verdad, que no me gustan las reuniones, lo cual también es verdad, y que soy un animal refractario a los convencionalismos de la vida civilizada, lo que es rigurosamente lamentable pero cierto. Aceptan mis explicaciones y tengo el honor ―aplicada esta palabra en su acepción de “enaltecimiento”, pariente de la vanidad, pero más sano y aceptable que su prima degenerada― de seguir figurando entre sus escritores respetados.


Un día me sorprenden pidiéndome que acepte una distinción que me quieren hacer. Juro que me negué, ya que sinceramente no deseo recibir homenajes que, al menos en mi caso, considero injustificados. 

Ellos insisten con el argumento de que no he de ser el único galardonado ya que también han sido invitados dos prestigiosos poetas de la ciudad que compartirán el podio conmigo. Y me nombran a dos conocidísimas personalidades, indiscutible­men­te me­ri­torias.


No sé si acepté la invitación por cortesía hacia la presidente del grupo, o deslumbrado por esos apellidos lustrosos, o impulsado inconscientemente por cierto revanchismo de mi vanidad, mantenida a rigurosa dieta, pero jamás muerta. Lo cierto es que esa vez me dejé llevar por la vacuidad de darme una ducha caliente de halagos y zalamerías.


La reunión se llevó a cabo en una salita teatral, con muchos invitados, casi todos familiares y amigos de los integrantes del grupo. El acto comenzó con una primera parte de números musicales y artísticos no exentos de originalidad y calidad. Luego se leyeron trabajos de los tres invitados especiales y se enumeraron los antecedentes de cada uno sin grandilocuencias ni desmesuras, pero con gratas resonancias para nuestros oídos menesterosos.

Nos hicieron subir al escenario y entre aplausos y flashes fotográ­ficos nos entregaron sendas plaquetas.

Recibidos los homenajes fuimos invitados a regresar a la platea. Entonces comenzó un tercer acto sorpresivo.


Empezaron a presentar a distintos miembros del grupo quienes pronunciaban discursos en los cuales unos elogiaban a los otros, se entregaban entre ellos ramos de flores, plaquetas y pergaminos. Nosotros, los invitados especiales, que habíamos creído ingenuamente que seríamos los únicos homenajeados, quedamos congelados en nuestras bu­tacas viendo cómo la ceremonia tomaba un sesgo absolutamente inesperado. Los galardonados ya ni existíamos, habíamos sido tan sólo el pretexto, el subterfugio, para que mi amiga la presidente del grupo, que es una mujer inteligente y conocedora del secreto de preservar su liderazgo teniéndolos a todos contentos, organizara una velada en la que los verdaderos agasajados iban a ser ellos.

Y volví a ver con asombro, y por segunda vez en mi vida, que todos querían exhibirse ante los reflectores, leer sus poemas y recibir aplausos y apasionados reconocimientos.


¡El síndrome de Casimiro cuarenta años después!

Pero esta vez no pude decir nada, no pude criticar nada, tampoco lo hago ahora. ¡Si yo mismo me veía como un sandio en ese espejo escénico que, burlonamente, me devolvía mi propia imagen de minutos antes!


Entonces, a manera de consuelo, recordé la lógica irrebatible de Antonio Porchia cuando escribió el siguiente aforismo: “Sin esa tonta vanidad que es el mostrarnos, y que es de todos y de todo, no veríamos nada y no existiría nada”.


Si hasta los clásicos fueron indulgentes con la vanidad de los poetas: Laus alit artem, sentenció Séneca (“Los elogios estimulan el arte”).



1 Osvaldo Ferrari: Reencuentro (Editorial Sudamericana)

2 Jorge Luis Borges: Prólogo de Los conjurados.


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